/ jueves 9 de mayo de 2024

Punto gélido / La soledad de mamá

La vida es una cadena de sucesos impredecibles, quizás algunos de ellos imaginables, la realidad de pronto llega a las personas, y es ahí donde se desnuda ante el presente, una serie de acontecimientos que no siempre resultan fáciles de entender, de asimilar, incluso de vivir. Por naturaleza nos gusta estar en pareja, en familia, en sociedad, es ahí donde compartimos, creamos y ofrecemos nuestras mejores cualidades, nos preparamos para ello, trabajamos para ello, construimos un entorno, un ambiente en el cual nos sentimos plenos, disfrutamos de la convivencia con las personas, de su presencia, de su amor. Se enfrentan retos, aventuras y sinsabores juntos, los tropiezos son enseñanzas que fortalecen las relaciones, los triunfos son acciones que dan felicidad, la vida tiene un sentido.

Y así un buen día decides compartir la vida con una pareja, y de pronto te das cuenta de que esa relación es bendecida con más de 50 años de convivencia, de sueños, de amor. Los hijos se convirtieron en ese fruto que consagró la relación, en esos motivos sublimes que te impulsan para luchar cada día sin límites y así, ofrecerles lo mejor de sí y de la propia pareja, la felicidad no está en la cima de la montaña, sino en cada paso que se da para llegar a esa cima. Y los años pasan, la relación de pareja permanece, se desgasta, se fortalece, pero al final continúa firme, unida, creciendo día con día en la fe, el amor y la esperanza. La pareja se ve realizada como tal, a dado fruto, el esfuerzo a valido la pena, entonces llega el momento de disfrutar de eso, de los hijos, de los nietos, las prioridades cambian, la visión de la vida también, y es la compañía, la convivencia, la presencia del uno y del otro lo que adquiere un valor supremo, son tantos años de compartir la vida que incluso se llega a tener una especie de dependencia mutua, una sana costumbre de disfrutar de la simple presencia, más allá de los pequeños grandes detalles que cada uno pueda poseer.

Pero las rosas y los rosales que florecen en el jardín de la vida, tarde o temprano, un día simplemente se marchitan, queda atrás su belleza, su esencia, su legado, quizás uno antes que otro y entonces el jardín se queda incompleto. La rosa se ha quedado sola, y aunque sigue brillando con intensidad, no deja de estar sola, su corazón se ha estremecido. El jardín se ve desolado, la añoranza y el recuerdo está en cada rincón, en cada objeto, en cada momento compartido, en cada sueño realizado, en cada caricia y en cada expresión sublime de amor. Las noches se hacen más largas, el insomnio se apodera de los pensamientos, la razón navega dispersa en medio de los intensos rayos del sol del mediodía, las tardes se visten de esa nostalgia que despide esa taza con aroma a café, donde se extraña la presencia, la conversación, la caricia, el calor de la simple presencia. La soledad es una realidad que es difícil de entender, de superar, de aceptar, el ser querido, el compañero ha emprendido el viaje sin regreso, el recuerdo es un recurso que no siempre es suficiente, las lágrimas a veces no curan las heridas, la añoranza es un espejo que está en todos lados, atrás han quedado más de 50 años de convivencia, de entrega y de amor.

La soledad de mamá es una realidad que está presente, que lastima, que incomoda, y que como hijo quisieras resolver, ayudar, mitigar, incluso deseas que desaparezca esa soledad, pero entiendes que ni todo el amor de los hijos, de los nietos y demás, puede compensar, suplir o cambiar la falta del ser amado, del compañero, del amor elegido y con quien compartiste la mayor parte de la vida.

Por eso hoy, mamá, este 10 de mayo y todos los días, elevo una plegaria al Creador para que te llene de bendiciones, te ofrezco y te doy mi gran amor de hijo, te acompaño en este caminar donde la soledad es un proceso, no un fin.

Leoncio Durán Garibay / Ingeniero Agrónomo

La vida es una cadena de sucesos impredecibles, quizás algunos de ellos imaginables, la realidad de pronto llega a las personas, y es ahí donde se desnuda ante el presente, una serie de acontecimientos que no siempre resultan fáciles de entender, de asimilar, incluso de vivir. Por naturaleza nos gusta estar en pareja, en familia, en sociedad, es ahí donde compartimos, creamos y ofrecemos nuestras mejores cualidades, nos preparamos para ello, trabajamos para ello, construimos un entorno, un ambiente en el cual nos sentimos plenos, disfrutamos de la convivencia con las personas, de su presencia, de su amor. Se enfrentan retos, aventuras y sinsabores juntos, los tropiezos son enseñanzas que fortalecen las relaciones, los triunfos son acciones que dan felicidad, la vida tiene un sentido.

Y así un buen día decides compartir la vida con una pareja, y de pronto te das cuenta de que esa relación es bendecida con más de 50 años de convivencia, de sueños, de amor. Los hijos se convirtieron en ese fruto que consagró la relación, en esos motivos sublimes que te impulsan para luchar cada día sin límites y así, ofrecerles lo mejor de sí y de la propia pareja, la felicidad no está en la cima de la montaña, sino en cada paso que se da para llegar a esa cima. Y los años pasan, la relación de pareja permanece, se desgasta, se fortalece, pero al final continúa firme, unida, creciendo día con día en la fe, el amor y la esperanza. La pareja se ve realizada como tal, a dado fruto, el esfuerzo a valido la pena, entonces llega el momento de disfrutar de eso, de los hijos, de los nietos, las prioridades cambian, la visión de la vida también, y es la compañía, la convivencia, la presencia del uno y del otro lo que adquiere un valor supremo, son tantos años de compartir la vida que incluso se llega a tener una especie de dependencia mutua, una sana costumbre de disfrutar de la simple presencia, más allá de los pequeños grandes detalles que cada uno pueda poseer.

Pero las rosas y los rosales que florecen en el jardín de la vida, tarde o temprano, un día simplemente se marchitan, queda atrás su belleza, su esencia, su legado, quizás uno antes que otro y entonces el jardín se queda incompleto. La rosa se ha quedado sola, y aunque sigue brillando con intensidad, no deja de estar sola, su corazón se ha estremecido. El jardín se ve desolado, la añoranza y el recuerdo está en cada rincón, en cada objeto, en cada momento compartido, en cada sueño realizado, en cada caricia y en cada expresión sublime de amor. Las noches se hacen más largas, el insomnio se apodera de los pensamientos, la razón navega dispersa en medio de los intensos rayos del sol del mediodía, las tardes se visten de esa nostalgia que despide esa taza con aroma a café, donde se extraña la presencia, la conversación, la caricia, el calor de la simple presencia. La soledad es una realidad que es difícil de entender, de superar, de aceptar, el ser querido, el compañero ha emprendido el viaje sin regreso, el recuerdo es un recurso que no siempre es suficiente, las lágrimas a veces no curan las heridas, la añoranza es un espejo que está en todos lados, atrás han quedado más de 50 años de convivencia, de entrega y de amor.

La soledad de mamá es una realidad que está presente, que lastima, que incomoda, y que como hijo quisieras resolver, ayudar, mitigar, incluso deseas que desaparezca esa soledad, pero entiendes que ni todo el amor de los hijos, de los nietos y demás, puede compensar, suplir o cambiar la falta del ser amado, del compañero, del amor elegido y con quien compartiste la mayor parte de la vida.

Por eso hoy, mamá, este 10 de mayo y todos los días, elevo una plegaria al Creador para que te llene de bendiciones, te ofrezco y te doy mi gran amor de hijo, te acompaño en este caminar donde la soledad es un proceso, no un fin.

Leoncio Durán Garibay / Ingeniero Agrónomo