/ viernes 26 de febrero de 2021

Mujer | El "Pastito Interior"

El mundo, no obstante, sigue cantando desde sus raicillas, en los talones de la sombra, que no pueden despegarse de la vida, y en las nubes, orondas de agua.

Sigue cantando en todo, es una sola, sin distinción entre las células del bien y las bacterias. ¿Alguna vez pensamos en decir semejante cosa? Células del bien…

“El bien” es lo normal, o debería; es la conciliación infinita, como una espiral que crece igual que la danza en el tallo de las flores que buscan la luz. Lo normal es la belleza, el amor y la paz, pero antes no tuvimos punto de comparación. Lo normal, o tal vez lo cotidiano solamente, era la velocidad, la cercanía, a veces demasiada, y el hartazgo del mundo vertiginoso.

Ahora hay un punto de comparación: el miedo y la fragilidad de todos. Jamás hubo tanta unión como en el dolor. El dolor no es lo normal, la unión lo es…

El ritmo de la vida se manifiesta en cada cosa, aún si no nos damos cuenta, si no sentimos la cadencia y el acento de los sentidos, de lo sentido, de lo sido a solas, como hoy, frente al espejo del silencio. Lo divino, insólito, solo se hace escuchar en el silencio.

Tal vez fuera necesario bajarse de la vida para asomar hacia afuera y ver el paisaje con ojos limpios. Había que lavarlos, entonces, de yoes y urgimientos, había que mirar sinceramente, o mejor, quizá: lentamente.

Ningún momento ha sido en vano, ninguna lágrima se derramó sin antes haber depurado un lugar del alma, ningún sufrimiento se fue sin habernos alzado un pilar. De pilares erige el espíritu su templo del amor, la fuerza, la entereza. También somos iguales en la fuerza, no solo en nuestras debilidades.

La vida sigue cantando desde las flores osadas del estío en el desierto, desde las calles solitarias que duermen todo el día sin testigos. Ella sigue su curso, y no es el que se desmarca en los afueras de nadie, sino el curso de los adentros y continúa, la vida, inmensa en nosotros, sin necesidad del mundo exterior, o sin tanta necesidad de él. “Al fin que hemos nacido solos y encuerados”, dijo Pedro Infante.

Al fin y al cabo, como también diría Miguelito, el personaje de Mafalda, siempre podemos acudir a nuestro “pastito interior”, cuando en los jardines externos haya un letrero que diga: “No pisar”. No lo pisaremos a pesar de que nos sea tan apremiante, a pesar de que nuestros pies tengan la legítima sed de la tierra. Ella es nuestro futuro, libre de todo mal.

Acudiremos al “pastito interior” de Kino, o bien, a los “Jardines del alma” de Rilke; aprenderemos, como Miguelito, como “el joven poeta”, a encontrar ese lugar donde estamos a salvo.

Ese lugar, adentro, donde sigue cantando la vida mientras nosotros corremos detrás de ella, pensando que se nos va, está justamente aquí, a donde nos ha traída la cuarentena.


Autora: Renée Nevárez Rascón


El mundo, no obstante, sigue cantando desde sus raicillas, en los talones de la sombra, que no pueden despegarse de la vida, y en las nubes, orondas de agua.

Sigue cantando en todo, es una sola, sin distinción entre las células del bien y las bacterias. ¿Alguna vez pensamos en decir semejante cosa? Células del bien…

“El bien” es lo normal, o debería; es la conciliación infinita, como una espiral que crece igual que la danza en el tallo de las flores que buscan la luz. Lo normal es la belleza, el amor y la paz, pero antes no tuvimos punto de comparación. Lo normal, o tal vez lo cotidiano solamente, era la velocidad, la cercanía, a veces demasiada, y el hartazgo del mundo vertiginoso.

Ahora hay un punto de comparación: el miedo y la fragilidad de todos. Jamás hubo tanta unión como en el dolor. El dolor no es lo normal, la unión lo es…

El ritmo de la vida se manifiesta en cada cosa, aún si no nos damos cuenta, si no sentimos la cadencia y el acento de los sentidos, de lo sentido, de lo sido a solas, como hoy, frente al espejo del silencio. Lo divino, insólito, solo se hace escuchar en el silencio.

Tal vez fuera necesario bajarse de la vida para asomar hacia afuera y ver el paisaje con ojos limpios. Había que lavarlos, entonces, de yoes y urgimientos, había que mirar sinceramente, o mejor, quizá: lentamente.

Ningún momento ha sido en vano, ninguna lágrima se derramó sin antes haber depurado un lugar del alma, ningún sufrimiento se fue sin habernos alzado un pilar. De pilares erige el espíritu su templo del amor, la fuerza, la entereza. También somos iguales en la fuerza, no solo en nuestras debilidades.

La vida sigue cantando desde las flores osadas del estío en el desierto, desde las calles solitarias que duermen todo el día sin testigos. Ella sigue su curso, y no es el que se desmarca en los afueras de nadie, sino el curso de los adentros y continúa, la vida, inmensa en nosotros, sin necesidad del mundo exterior, o sin tanta necesidad de él. “Al fin que hemos nacido solos y encuerados”, dijo Pedro Infante.

Al fin y al cabo, como también diría Miguelito, el personaje de Mafalda, siempre podemos acudir a nuestro “pastito interior”, cuando en los jardines externos haya un letrero que diga: “No pisar”. No lo pisaremos a pesar de que nos sea tan apremiante, a pesar de que nuestros pies tengan la legítima sed de la tierra. Ella es nuestro futuro, libre de todo mal.

Acudiremos al “pastito interior” de Kino, o bien, a los “Jardines del alma” de Rilke; aprenderemos, como Miguelito, como “el joven poeta”, a encontrar ese lugar donde estamos a salvo.

Ese lugar, adentro, donde sigue cantando la vida mientras nosotros corremos detrás de ella, pensando que se nos va, está justamente aquí, a donde nos ha traída la cuarentena.


Autora: Renée Nevárez Rascón