/ viernes 13 de agosto de 2021

Mujer | El disfraz

Cada mañana al levantarse, cumplía la misma ceremonia.

Miraba a su alrededor, a sus hijos, su casa y se miraba al espejo. Lo que más le dolía de su realidad era aquello que no se veía, o mejor dicho, que sólo ella veía.

Dispuesta a dar la función de todos los días, comenzaba a disfrazarse. Se colocaba una sonrisa en la boca, algún proyecto posible de cumplir en cada bolsillo, un gesto amable en la cartera para quien lo necesitara, un chiste u ocurrencia a modo de bijouterie y una esperanza como sombrero. Un saquito que hacía las veces de palmadita en la espalda y una vestimenta suave que sirviera de caricia.

Ana no era del todo feliz, tal vez como la mayoría de las personas, pero a diferencia de muchas, Ana pensaba que los demás no tenían por qué lidiar con su tristeza.

Eran muchos los espectadores de su vida, Ana tenía hijos, padres, trabajo, amigos, esposo y no quería ofrecer el espectáculo que no fuera agradable. Sus agujeros, grandes por cierto, eran disimulados por cada elemento que agregaba con cuidado a su disfraz. La intención no era engañar o mentir.

Ana tenía la teoría que era mejor ofrecer una sonrisa que una lágrima, un chiste que una queja. Cada quien tenía lo suyo ¿por qué entonces sumarle lo propio? ¿Qué culpa tenían los otros de aquello que ella misma no era capaz de solucionar?

Eran pocos, muy pocos los que conocían a la verdadera Ana, la que no tenía maquillaje, la que se sentía sola, triste, la que tenía miedo al futuro. Apenas un par de personas tenían el triste privilegio de no asistir a sus funciones, de estar detrás de escena, de ver a la persona detrás del personaje.

A pesar de su pesada mochila, a Ana le gustaba estar alegre y siempre, o casi siempre lo parecía. Podría parecer poco sincero su proceder, y si bien en un punto lo era, Ana estaba convencida que era lo mejor que podía hacer por los demás, pero por ella misma también.

Cuando Ana se colocaba un proyecto en cada bolsillo y una esperanza como sombrero, lo disfrutaba, peleaba por ellos, era tenaz y entusiasta y en ese tiempo en que Ana trabajaba por conseguir lo que deseaba era feliz. Sus hijos eran otro motivo para vestir su disfraz, había que predicar con el ejemplo y ella quería que sus hijos viesen una madre alegre y sonriente.

No era fácil sostener la función de todos los días, pero tampoco imposible. Hacía años se había acostumbrado a esa rutina que había inventado y que, a decir verdad, la ayudaba a sostener el peso de su mochila.

Cuando llegaba la noche, la función no terminaba sino hasta que Ana se acostaba y apagaba la luz. Recién en ese momento, en la total oscuridad de la noche y sin testigos, Ana se permitía desandar sus agujeros. Aun así, cada noche pensaba en la mañana que la esperaba al otro día y con ella, una nueva función.

Sin embargo, Ana no perdía la fe. Tal vez algún día pudiese sonreír sin disfraces de ningún tipo a la luz del sol y con la oscuridad de la noche también.

Autora: Liana Castellano Casali | Licenciada en Literatura

Cada mañana al levantarse, cumplía la misma ceremonia.

Miraba a su alrededor, a sus hijos, su casa y se miraba al espejo. Lo que más le dolía de su realidad era aquello que no se veía, o mejor dicho, que sólo ella veía.

Dispuesta a dar la función de todos los días, comenzaba a disfrazarse. Se colocaba una sonrisa en la boca, algún proyecto posible de cumplir en cada bolsillo, un gesto amable en la cartera para quien lo necesitara, un chiste u ocurrencia a modo de bijouterie y una esperanza como sombrero. Un saquito que hacía las veces de palmadita en la espalda y una vestimenta suave que sirviera de caricia.

Ana no era del todo feliz, tal vez como la mayoría de las personas, pero a diferencia de muchas, Ana pensaba que los demás no tenían por qué lidiar con su tristeza.

Eran muchos los espectadores de su vida, Ana tenía hijos, padres, trabajo, amigos, esposo y no quería ofrecer el espectáculo que no fuera agradable. Sus agujeros, grandes por cierto, eran disimulados por cada elemento que agregaba con cuidado a su disfraz. La intención no era engañar o mentir.

Ana tenía la teoría que era mejor ofrecer una sonrisa que una lágrima, un chiste que una queja. Cada quien tenía lo suyo ¿por qué entonces sumarle lo propio? ¿Qué culpa tenían los otros de aquello que ella misma no era capaz de solucionar?

Eran pocos, muy pocos los que conocían a la verdadera Ana, la que no tenía maquillaje, la que se sentía sola, triste, la que tenía miedo al futuro. Apenas un par de personas tenían el triste privilegio de no asistir a sus funciones, de estar detrás de escena, de ver a la persona detrás del personaje.

A pesar de su pesada mochila, a Ana le gustaba estar alegre y siempre, o casi siempre lo parecía. Podría parecer poco sincero su proceder, y si bien en un punto lo era, Ana estaba convencida que era lo mejor que podía hacer por los demás, pero por ella misma también.

Cuando Ana se colocaba un proyecto en cada bolsillo y una esperanza como sombrero, lo disfrutaba, peleaba por ellos, era tenaz y entusiasta y en ese tiempo en que Ana trabajaba por conseguir lo que deseaba era feliz. Sus hijos eran otro motivo para vestir su disfraz, había que predicar con el ejemplo y ella quería que sus hijos viesen una madre alegre y sonriente.

No era fácil sostener la función de todos los días, pero tampoco imposible. Hacía años se había acostumbrado a esa rutina que había inventado y que, a decir verdad, la ayudaba a sostener el peso de su mochila.

Cuando llegaba la noche, la función no terminaba sino hasta que Ana se acostaba y apagaba la luz. Recién en ese momento, en la total oscuridad de la noche y sin testigos, Ana se permitía desandar sus agujeros. Aun así, cada noche pensaba en la mañana que la esperaba al otro día y con ella, una nueva función.

Sin embargo, Ana no perdía la fe. Tal vez algún día pudiese sonreír sin disfraces de ningún tipo a la luz del sol y con la oscuridad de la noche también.

Autora: Liana Castellano Casali | Licenciada en Literatura