/ viernes 12 de febrero de 2021

Instancia de la Mujer | Vida fantasma

Las calles apagadas se tienden cada día en silencio y se hunden en un pozo de horas sofocantes a lo largo de este tiempo. Las plazas del centro, como un moribundo en agonía infinita, cierran sus ojos de pestañas postizas despegadas y resisten el sol sobre la joroba de sus viejos ventanales; el regazo percudido de sus faldas deja ver la mugre de la espera como nunca antes: el esplendor de los mosaicos carcomidos, los chicles que puntean el camino, los recovecos, hoy sin sentido, que van siempre más adentro y más terriblemente a no se sabe dónde, y desde hace dos meses, tampoco se sabe cuándo.

Imagino la vida fantasma allí, en sus bancas que no sostienen nada, en los pórticos de las iglesias que no reciben a ningún pecador y por ende no despiden a ningún redimido; la imagino en los rincones donde los mendigos se sentaban a pedir y los demás a no dar, en los músicos de la calle, que hacían bailar a los transeúntes con un candor de fiesta en la que cabían –cabíamos- todos; la imagino en el frío y el calor, que no importaban mientras camináramos juntos sin saber que lo estábamos. Lo necesario era estarlo, no saberlo. Desde aquí las calles dejan ver su uñas negras y sus ojeras con triste claridad, pero lo cierto es que pienso en ellas porque las echo de menos. Eso tan criticable: el gentío, el sol ardiendo sobre el asfalto estriado, el humo y el ruido, el repique de los pasos, el sin fin urgente de las horas; eso, tan irrespirable, los Nadie que somos sentados en una banca cerca de La Catedral, cuando la tarde nos aglutina y nos asa bajo el sol incandescente del verano, eso es lo que se echa de menos. Ser un Nadie al pasar de los niños que agitan sus globos y deshojan su risa romera, ser un Nadie todos juntos sin vernos, sin sentirnos, ser un Nadie ahí, de pie, ejerciendo el derecho a ser un Nadie, que no un Nada, ser un pequeño dios o un piojo en el espacio, feliz en la inconsciencia de estar vivo. Y adentro, aquí, desde nuestra plenitud de la Nada, ejercida en la invisibilidad de la distancia, hay otra profundidad igualmente desnuda y pavorosa: la de saber quiénes somos. Dormimos, despertamos y nos decimos las mismas cosas, pero ahora, conscientes de cómo, al repetirnos, en realidad nos ocultamos, incluso de nosotros mismos.

No hay manera de esquivarlo, ya nos dimos cuenta: estábamos ahí, detrás de una máscara de frases hechas, de conductas copiadas, de vestidos ajenos, de palabras que otros dejaban caer y levantábamos. Somos este espécimen vulnerable que puede morir ante la amenaza de algo invisible y poderoso, pero no lo sabíamos, no con la certeza de la experiencia.

Era necesario entender cuán frágiles somos todos juntos y en aislamiento, la delicadeza y la perfección de nuestra anatomía, de nuestra biología, la importancia del espíritu que somos y que nos mantiene firmes a pesar de todo. Era necesario vernos de frente y saber que somos iguales a los otros y que no hay diferencia en el latir de un corazón ni en la tristeza o el gozo de un alma; que no hay distinciones en el amor y en la muerte; que somos infinitamente iguales en el miedo y en la fe, que somos infinitamente distintos en la manera en que profesamos y actuamos ante ese miedo y esa fe. Puedo ver las calles vacías desde mi recuerdo porque ahora que no camino sobre sus mosaicos astillados, es cuando más las recorro y las amo a partir de este Yo desnudo que no sabe nada. Sabe cuánto se equivoca y a quién ama, pero de este Nuevo Mundo, de esta Realidad Aumentada, mi Yo pasado por el miedo y redimido en el silencio, aún no sabe nada.

Autora: Io Maura Medina Nevárez


Las calles apagadas se tienden cada día en silencio y se hunden en un pozo de horas sofocantes a lo largo de este tiempo. Las plazas del centro, como un moribundo en agonía infinita, cierran sus ojos de pestañas postizas despegadas y resisten el sol sobre la joroba de sus viejos ventanales; el regazo percudido de sus faldas deja ver la mugre de la espera como nunca antes: el esplendor de los mosaicos carcomidos, los chicles que puntean el camino, los recovecos, hoy sin sentido, que van siempre más adentro y más terriblemente a no se sabe dónde, y desde hace dos meses, tampoco se sabe cuándo.

Imagino la vida fantasma allí, en sus bancas que no sostienen nada, en los pórticos de las iglesias que no reciben a ningún pecador y por ende no despiden a ningún redimido; la imagino en los rincones donde los mendigos se sentaban a pedir y los demás a no dar, en los músicos de la calle, que hacían bailar a los transeúntes con un candor de fiesta en la que cabían –cabíamos- todos; la imagino en el frío y el calor, que no importaban mientras camináramos juntos sin saber que lo estábamos. Lo necesario era estarlo, no saberlo. Desde aquí las calles dejan ver su uñas negras y sus ojeras con triste claridad, pero lo cierto es que pienso en ellas porque las echo de menos. Eso tan criticable: el gentío, el sol ardiendo sobre el asfalto estriado, el humo y el ruido, el repique de los pasos, el sin fin urgente de las horas; eso, tan irrespirable, los Nadie que somos sentados en una banca cerca de La Catedral, cuando la tarde nos aglutina y nos asa bajo el sol incandescente del verano, eso es lo que se echa de menos. Ser un Nadie al pasar de los niños que agitan sus globos y deshojan su risa romera, ser un Nadie todos juntos sin vernos, sin sentirnos, ser un Nadie ahí, de pie, ejerciendo el derecho a ser un Nadie, que no un Nada, ser un pequeño dios o un piojo en el espacio, feliz en la inconsciencia de estar vivo. Y adentro, aquí, desde nuestra plenitud de la Nada, ejercida en la invisibilidad de la distancia, hay otra profundidad igualmente desnuda y pavorosa: la de saber quiénes somos. Dormimos, despertamos y nos decimos las mismas cosas, pero ahora, conscientes de cómo, al repetirnos, en realidad nos ocultamos, incluso de nosotros mismos.

No hay manera de esquivarlo, ya nos dimos cuenta: estábamos ahí, detrás de una máscara de frases hechas, de conductas copiadas, de vestidos ajenos, de palabras que otros dejaban caer y levantábamos. Somos este espécimen vulnerable que puede morir ante la amenaza de algo invisible y poderoso, pero no lo sabíamos, no con la certeza de la experiencia.

Era necesario entender cuán frágiles somos todos juntos y en aislamiento, la delicadeza y la perfección de nuestra anatomía, de nuestra biología, la importancia del espíritu que somos y que nos mantiene firmes a pesar de todo. Era necesario vernos de frente y saber que somos iguales a los otros y que no hay diferencia en el latir de un corazón ni en la tristeza o el gozo de un alma; que no hay distinciones en el amor y en la muerte; que somos infinitamente iguales en el miedo y en la fe, que somos infinitamente distintos en la manera en que profesamos y actuamos ante ese miedo y esa fe. Puedo ver las calles vacías desde mi recuerdo porque ahora que no camino sobre sus mosaicos astillados, es cuando más las recorro y las amo a partir de este Yo desnudo que no sabe nada. Sabe cuánto se equivoca y a quién ama, pero de este Nuevo Mundo, de esta Realidad Aumentada, mi Yo pasado por el miedo y redimido en el silencio, aún no sabe nada.

Autora: Io Maura Medina Nevárez