/ sábado 27 de enero de 2024

Entre Voces | El amor nunca se va

En los años que escribo en esta columna nunca había sentido tanta emoción, pues este artículo se publicará en un día muy especial para mí. Hace diez y siete años mi madre dejaba este mundo para ir a los brazos del Padre. Cada año lo recuerdo como si fuera ayer, mis lágrimas que hoy corren por mis ojos no mienten. Y es que el amor no debe ocultarse nunca, es como querer tapar el sol con un dedo, está ahí brillando y dando calor, no lo puedes negar.

Desde pequeño escuché una poesía llamada "El Brindis del Bohemio”, de Guillermo Aguirre y Fierro, escrita en 1915, y muy escuchada y declamada en los fines de año. Alocución a la mujer, pero que termina aludiendo al amor puro, tierno y feroz de su madre. Y es que sólo el amor de Dios supera el amor de las madres a quienes no deberíamos recordar solo el diez de mayo, sino en cada ocasión que venga a nuestro pensamiento. Sea que esté aún a tu lado físicamente, o que ya haya partido experimentando la última batalla, su muerte, esa que para el mundo parece pérdida, y se convierte, en cambio, en la gran graduación del amor.

Hace unos años, sentado en un confesionario en Malmö, en el silencio de esos templos vacíos, modernos y frecuentados de manera especial en los horarios de misa, leía el capítulo nueve de las confesiones de San Agustín. Era el tiempo de la cuaresma, tiempo especial para la reflexión y la profundización en nuestra alma. Fue como un regalo del cielo. Ahí, el gran santo de Hipona, Agustín, narra su vida, desnuda su alma, y relata los últimos momentos con su madre: Santa Mónica.

Agustín narra su encuentro con su madre enferma en el puerto de Ostia, les comparto solo dos pequeños fragmentos: (Agustín) “Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidando las cosas pasadas, ocupados en lo por venir, nos preguntábamos los dos, delante de la verdad presente que eres Tú, cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió» … mi madre añadió: ‘Hijo mío, en cuanto a mí, ya nada me da gusto en esta vida. No sé lo que hago todavía aquí, ni porque todavía esté aquí, se desvanecieron ya las esperanzas de este mundo. Por un solo motivo deseaba prolongar un poco mi vida: para verte cristiano y católico, antes de morir. Dios me concedió esta gracia sobreabundantemente, pues veo que ya desprecias la felicidad terrena para servir al Señor. ¿Qué hago, yo, pues, aquí? ‘».

El texto es por demás hermoso y profundo, descripción de un éxtasis no provocado por alguna sustancia, sino por el amor entre hijo y madre, entre madre e hijo. Al final, Mónica es sepultada en Ostia, puerto cercano a Roma, y su hijo se va a cumplir con sus deberes de pastor, hermano y obispo de Hipona, al norte de África.

Es cierto que despedirse físicamente de los seres queridos causa dolor, pero el verdadero amor, permanece siempre, es eterno, la muerte no tiene poder sobre él, porque Dios es amor. He visto muchas personas que no se quieren desprender de las cenizas de sus padres o de un hijo, pensando que aún queda algo de ellos en casa. Lo más importante, es la huella que han dejado en nuestra vida con sus ejemplos y enseñanzas, con sus momentos bellos y difíciles. Aunque la muerte duela, de algo estoy seguro, el amor nunca se va.

Leonel Larios Medina | Sacerdote católico y licenciado en comunicación social.

En los años que escribo en esta columna nunca había sentido tanta emoción, pues este artículo se publicará en un día muy especial para mí. Hace diez y siete años mi madre dejaba este mundo para ir a los brazos del Padre. Cada año lo recuerdo como si fuera ayer, mis lágrimas que hoy corren por mis ojos no mienten. Y es que el amor no debe ocultarse nunca, es como querer tapar el sol con un dedo, está ahí brillando y dando calor, no lo puedes negar.

Desde pequeño escuché una poesía llamada "El Brindis del Bohemio”, de Guillermo Aguirre y Fierro, escrita en 1915, y muy escuchada y declamada en los fines de año. Alocución a la mujer, pero que termina aludiendo al amor puro, tierno y feroz de su madre. Y es que sólo el amor de Dios supera el amor de las madres a quienes no deberíamos recordar solo el diez de mayo, sino en cada ocasión que venga a nuestro pensamiento. Sea que esté aún a tu lado físicamente, o que ya haya partido experimentando la última batalla, su muerte, esa que para el mundo parece pérdida, y se convierte, en cambio, en la gran graduación del amor.

Hace unos años, sentado en un confesionario en Malmö, en el silencio de esos templos vacíos, modernos y frecuentados de manera especial en los horarios de misa, leía el capítulo nueve de las confesiones de San Agustín. Era el tiempo de la cuaresma, tiempo especial para la reflexión y la profundización en nuestra alma. Fue como un regalo del cielo. Ahí, el gran santo de Hipona, Agustín, narra su vida, desnuda su alma, y relata los últimos momentos con su madre: Santa Mónica.

Agustín narra su encuentro con su madre enferma en el puerto de Ostia, les comparto solo dos pequeños fragmentos: (Agustín) “Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidando las cosas pasadas, ocupados en lo por venir, nos preguntábamos los dos, delante de la verdad presente que eres Tú, cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió» … mi madre añadió: ‘Hijo mío, en cuanto a mí, ya nada me da gusto en esta vida. No sé lo que hago todavía aquí, ni porque todavía esté aquí, se desvanecieron ya las esperanzas de este mundo. Por un solo motivo deseaba prolongar un poco mi vida: para verte cristiano y católico, antes de morir. Dios me concedió esta gracia sobreabundantemente, pues veo que ya desprecias la felicidad terrena para servir al Señor. ¿Qué hago, yo, pues, aquí? ‘».

El texto es por demás hermoso y profundo, descripción de un éxtasis no provocado por alguna sustancia, sino por el amor entre hijo y madre, entre madre e hijo. Al final, Mónica es sepultada en Ostia, puerto cercano a Roma, y su hijo se va a cumplir con sus deberes de pastor, hermano y obispo de Hipona, al norte de África.

Es cierto que despedirse físicamente de los seres queridos causa dolor, pero el verdadero amor, permanece siempre, es eterno, la muerte no tiene poder sobre él, porque Dios es amor. He visto muchas personas que no se quieren desprender de las cenizas de sus padres o de un hijo, pensando que aún queda algo de ellos en casa. Lo más importante, es la huella que han dejado en nuestra vida con sus ejemplos y enseñanzas, con sus momentos bellos y difíciles. Aunque la muerte duela, de algo estoy seguro, el amor nunca se va.

Leonel Larios Medina | Sacerdote católico y licenciado en comunicación social.