/ miércoles 29 de diciembre de 2021

Sobremesa | Un día en silencio

Me impongo la costosa penitencia de no hablar. Pasa una hora y siento que las palabras se congestionan en mi garganta. Ajetreada limpio la casa. Barro los rincones y lavo el baño con esmero. Abro las ventanas y permito que la irreprimible calidez del sol toque el interior de las habitaciones. Es bueno guardar silencio. Cuantas malas grescas y alborotos, cuantas molestias y sinsabores se esquivan mediante permanecer callada.

Hay un arte en el silencio. Pulir el espíritu, cultivar el jardín interior, desarrollar un coloquio con el yo profundo y embellecer los rincones del alma.

Aunque hay lucha y combate en mi interior por mantenerme en silencio, logro permanecer sin pronunciar palabra. Mi mente galopa y muchos vocablos en tropel recorren mis pensamientos. Luego se proyectan imágenes y veo la tipografía. Incluso borro algunas y letras y construyo nuevas palabras y juego con los acentos. Desvarío. Respiro profundo y resoplo. Vuelvo a mi tarea de limpiar los muebles, sacudo el polvo y entonces aprovecho para escribir mi nombre con el dedo sobre la superficie sucia. Mi nombre es corto solo tres letras. Lo borro.

Comprendo que hay una razón para continuar en silencio. Es el autogobierno una nueva forma de poder personal que intento descubrir. Intento convencerme que debo concentrarme en las labores domésticas. Este trabajo de limpieza en la víspera de año nuevo es un excelente augurio. Sin hablar el tiempo rinde más y la efectividad es mayor.

La sombra del perfil de la palmera se asoma por la ventana de la sala, señal del transcurso del día. La piedad del atardecer parece un delicioso abrazo del abuelo que apenas recuerdo. No, no debo hablar, de lo contrario no terminaré. El sueño me hace cabecear. Trato de mantenerme en estado de alerta mientras el tedio de la limpieza hace estragos en mi ánimo. Pongo a hervir agua. Me preparo un café sin azúcar. Lo bebo a sorbos poco a poco. Hay un poco de misticismo en ese instante. El olor que surca el ambiente, el humillo que corona sutilmente la taza y yo en un estado contemplativo. No es necesario visitar el templo para saber que Dios existe. Observo la taza tiene una fisura en el borde. Acaricio la herida del traste y me pregunto cuando ocurrió el percance. Pienso en desecharla, pero me gusta.

La taza y yo permanecemos en silencio. Un objeto dañado en mis manos me recuerda la fragilidad humana. Permanezco callada. Engaño a mi lengua con un trago de café caliente. No termino mi café y lo dejo para más tarde. La cafeína surte efecto y observo el cesto atestado de ropa sucia y decido prender la lavadora. Entonces el ambiente se llena de la banda sonora del ciclo delicado. Un ruido ligero y rítmico es el sonido del agua. Olvido mis ganas de hablar. Estoy tan concentrada separando la ropa, la dosis de suavizante y jabón deben ser las justas, pienso. Tomo decisiones. Y entonces inicia un proceso y el reloj del aparato empieza a funcionar.

El austero placer de la rutina de limpieza es un privilegio de las personas que hemos alcanzado el conocimiento de la trascendencia a través de los espacios que habitamos.

Caliento de nuevo mi café. Lo bebo con gusto y lo acompaño con una galleta. Hay una saciedad en este silencio después de una taza de café, una carga de ropa limpia y los muebles limpios. La tarea de doblar las prendas pondrá a prueba mi perseverancia. El silencio me acompañó durante las faenas. El saldo del día es ropa limpia, una taza que fue mi confidente y la lavadora que fungió cual orquesta.


Ana Verónica Torres Licón | Docente

Me impongo la costosa penitencia de no hablar. Pasa una hora y siento que las palabras se congestionan en mi garganta. Ajetreada limpio la casa. Barro los rincones y lavo el baño con esmero. Abro las ventanas y permito que la irreprimible calidez del sol toque el interior de las habitaciones. Es bueno guardar silencio. Cuantas malas grescas y alborotos, cuantas molestias y sinsabores se esquivan mediante permanecer callada.

Hay un arte en el silencio. Pulir el espíritu, cultivar el jardín interior, desarrollar un coloquio con el yo profundo y embellecer los rincones del alma.

Aunque hay lucha y combate en mi interior por mantenerme en silencio, logro permanecer sin pronunciar palabra. Mi mente galopa y muchos vocablos en tropel recorren mis pensamientos. Luego se proyectan imágenes y veo la tipografía. Incluso borro algunas y letras y construyo nuevas palabras y juego con los acentos. Desvarío. Respiro profundo y resoplo. Vuelvo a mi tarea de limpiar los muebles, sacudo el polvo y entonces aprovecho para escribir mi nombre con el dedo sobre la superficie sucia. Mi nombre es corto solo tres letras. Lo borro.

Comprendo que hay una razón para continuar en silencio. Es el autogobierno una nueva forma de poder personal que intento descubrir. Intento convencerme que debo concentrarme en las labores domésticas. Este trabajo de limpieza en la víspera de año nuevo es un excelente augurio. Sin hablar el tiempo rinde más y la efectividad es mayor.

La sombra del perfil de la palmera se asoma por la ventana de la sala, señal del transcurso del día. La piedad del atardecer parece un delicioso abrazo del abuelo que apenas recuerdo. No, no debo hablar, de lo contrario no terminaré. El sueño me hace cabecear. Trato de mantenerme en estado de alerta mientras el tedio de la limpieza hace estragos en mi ánimo. Pongo a hervir agua. Me preparo un café sin azúcar. Lo bebo a sorbos poco a poco. Hay un poco de misticismo en ese instante. El olor que surca el ambiente, el humillo que corona sutilmente la taza y yo en un estado contemplativo. No es necesario visitar el templo para saber que Dios existe. Observo la taza tiene una fisura en el borde. Acaricio la herida del traste y me pregunto cuando ocurrió el percance. Pienso en desecharla, pero me gusta.

La taza y yo permanecemos en silencio. Un objeto dañado en mis manos me recuerda la fragilidad humana. Permanezco callada. Engaño a mi lengua con un trago de café caliente. No termino mi café y lo dejo para más tarde. La cafeína surte efecto y observo el cesto atestado de ropa sucia y decido prender la lavadora. Entonces el ambiente se llena de la banda sonora del ciclo delicado. Un ruido ligero y rítmico es el sonido del agua. Olvido mis ganas de hablar. Estoy tan concentrada separando la ropa, la dosis de suavizante y jabón deben ser las justas, pienso. Tomo decisiones. Y entonces inicia un proceso y el reloj del aparato empieza a funcionar.

El austero placer de la rutina de limpieza es un privilegio de las personas que hemos alcanzado el conocimiento de la trascendencia a través de los espacios que habitamos.

Caliento de nuevo mi café. Lo bebo con gusto y lo acompaño con una galleta. Hay una saciedad en este silencio después de una taza de café, una carga de ropa limpia y los muebles limpios. La tarea de doblar las prendas pondrá a prueba mi perseverancia. El silencio me acompañó durante las faenas. El saldo del día es ropa limpia, una taza que fue mi confidente y la lavadora que fungió cual orquesta.


Ana Verónica Torres Licón | Docente