Hace unos días me encontré un fragmento extraído del libro “Mal de escuela” (2007) del escritor francés Daniel Pennac (1944), cuyo texto estaba acompañado de una ilustración de Lisa Aisato, imagen por demás dramática, —un niño cargando una bolsa gigante, que debía arrastrar, pues, era demasiado el peso para sus pequeños hombros—. Al momento de analizarla con más detenimiento, se puede dar cuenta de que no solo se refiere a la carga física de material de libros, cuadernos y utensilios requeridos en la institución, sino que trae consigo la tristeza, incertidumbre, mirada, espalda inclinada y una serie de emociones, con las que recorre su trayecto hacia el espacio educativo, donde, además, ha de enfrentar otra serie de cargas académicas y horarias, de problemáticas inherentes, como el acoso, la indiferencia, las disputas entre pares y muchas más que se generan dentro y fuera del horario escolar.
A diecisiete años de su publicación y en un contexto totalmente diferente, son muchas las semejanzas que siguen imperando en la actualidad, el mal de escuela, es un retrato que observamos con frecuencia, tanto desde el interior de las instituciones, como del exterior: niños desmotivados por asistir y aprender.
Esto me llevó a dar lectura completa al texto, encontrando una riqueza de pedagogía —paidós, tratado del niño—, remitiendo mi pensamiento a las muchas horas que dedicamos los docentes en nuestra etapa de formación, actualización y profesionalización, para aprender a conocer las distintas etapas por las que atraviesa el alumnado, sus principales características, la didáctica y estrategias de enseñanza, entre otros, finalizando nuestra carrera, con una tesis o tesina, que engloba problemáticas observadas en el contexto escolar, su priorización, triangulación de observación, teoría y práctica, para finalmente, terminar con la puesta de propuestas didácticas que apuntalan a hacer de la escuela y el salón de clases, un mejor espacio, donde se priorice la educación socioemocional del alumnado.
Del 2007 a la fecha, hemos transitado por varias reformas educativas: (2011, 2017, 2023), mismas que parten de un supuesto imaginario de dar respuestas emergentes para disminuir el rezago y acrecentar la calidad de la educación.
Volviendo al inicio de esta disertación, retomo una de las frases de este autor —quien además es docente—: “Basta un profesor — ¡uno solo! —para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás. Es, al menos, el recuerdo que conservo del señor Bal. Era nuestro profesor de matemáticas en bachillerato”.
Las elucubraciones de la memoria, los muchos recuerdos de tantos alumnos que pasaron por las aulas, nos hacen preguntarnos si hicimos lo necesario para contribuir en su etapa formativa.
Me permití escribir estas someras reflexiones, porque desempeñé varias funciones dentro de la educación, fui maestra de muchas generaciones, además de formadora de docentes en la Escuela Normal Superior Profr. José E. Medrano. Pasé la antorcha a mis hijos, quienes hoy en día, se encuentran dentro de ese ámbito.
Estoy plenamente consciente de que la educación es una encomienda que tenemos toda la sociedad en general, debemos concatenar esfuerzos para tener niños felices, que disfruten la etapa por la que están atravesando, para que el asombro y necesidad de aprendizaje, sea una constante en sus vidas.
Por último, presento este fragmento:
Los profesores que me salvaron -y que hicieron de mí un profesor- no estaban formados para hacerlo. No se preocuparon de los orígenes de mi incapacidad escolar. No perdieron el tiempo buscando sus causas ni tampoco sermoneándome. Eran adultos enfrentados a adolescentes en peligro. Se dijeron que era urgente. Se zambulleron. No lograron atraparme. Se zambulleron de nuevo, día tras día, más y más...Y acabaron sacándome de allí. Y a muchos otros conmigo. Literalmente, nos repescaron. Les debemos la vida.