/ martes 27 de agosto de 2019

En busca

Buscaba en su bolsa con desesperación la fe en los hombres, revolteaba los papeles de las cuentas pagadas, las notas escrupulosamente palomeadas de la lista de víveres de supermercado ya abastecidas, no hallaba en ningún compartimento el aliento suficiente para decirle a Fernando que esperaba verlo de nuevo. El silencio se interpuso entre sus rostros, y el con una tímida sonrisa la observa. Ella, toma las llaves de su auto y solo esboza una mueca de despidida, se sube a su vhiculo, lo enciende como quien se sube a una nave espacial sabiendo que una vez que arranque esa dimensión estará a ños luz de distancia; hace maniobras con la palanca de velocidads y se marcha. Su trayectoria se interrumpe por un semáforo amarilo, que se torna rojo y decide hacer un alto, sin intentar burlar la luz. Y al hacer esa parada física y pisar el freno se percata que no es la primera vez que está en ese mismo semáforo las calles que se intersectan son las mismas toda su vida; entre la indecisión y la desesperanza que son una amalgama paralizante.

Toda su vida se debatía entre aquello que podía decirse y no dijo, entre los deseos de ser y las ansias de parecer. El tratro y la vida de Samantha eran una tragicomedia que nadie presenciaba, solo ella que no sabia si reír o llorar ante las especulaciones producidas por un cerebro ocioso, por una mente repleta de prejuicios propia de las mujeres cincuentonas.

Al entrar a su departamento la imagen en el espejo la miraba de manera retadora, cuestionándola con unos ojos perturbados. Samantha sabia que la pregunta tenia ua sola respuesta, toda a indecisión que guardaba bajo su piel, ese miedo a vivir a esxistir y reclamar un lugar en la vida. Sin importar las circunstancias siempre por cautela, había rechazado las encrucijadas de la vida como quien mira un incendo y corre a ponerse a salvo.

La precaución era necesaria, la prudencia en estos tiempos debe ser valorada ese era el punto, las buenas maneras y la aboslita cortesía propia de las mujeres bien nacidas, de las que se consideran damas.

Y recordó como había dejado ir a Roberto, a Eleazar, a Jaime y por último a Uriel, los había sepultado con el silencio, y parecía que el tiempo los había borrado; solo que ahora todo era diferente los años estab escritos con pecas en las manos y con marcas visibles en el rostro.

Decidió entonces buscar de nuevo la fe y la confianza en su bolsa, la halló en forma de las llaves de su carro y empuñando la decisión se subió a su auto y puso en marcha poneiendo a tope el acelerador, queriendo recuperar los ‘últimos 30 años de su vida, rogando a Dios por encontrar los semáforos en verde hasta llegar a la casa de Fernando. A sabiendas de que llegar a casa de alguien sin previo aviso es de mala educación, las buenas maneras carecen ya de sentido cuando un lustro a tus espaldas indica que tu vida va en decadencia.

Con la desesperación juvenil de una adolescencia postergada sube las escaleras y al doblar en el primer pasillo es sorprendida por una pareja que tomados de la mano la saludan, Fernando la mira perplejo y agacha el rostro mientras la mujer le sonríe a Samantha con los ojos inundados de alegría.

Samantha, ralentiza su andar y llega al final del pasillo, busca de nuevo las llaves en su bolsa para emprender el retorno, guarda las fallidas esperanzas en el compartimento mas pequeño de su bolsa y decide clausurarlo como si tuviera desechos radioactivo, después de todo, no habían sido necesarios en estos últimos 30 años.


Buscaba en su bolsa con desesperación la fe en los hombres, revolteaba los papeles de las cuentas pagadas, las notas escrupulosamente palomeadas de la lista de víveres de supermercado ya abastecidas, no hallaba en ningún compartimento el aliento suficiente para decirle a Fernando que esperaba verlo de nuevo. El silencio se interpuso entre sus rostros, y el con una tímida sonrisa la observa. Ella, toma las llaves de su auto y solo esboza una mueca de despidida, se sube a su vhiculo, lo enciende como quien se sube a una nave espacial sabiendo que una vez que arranque esa dimensión estará a ños luz de distancia; hace maniobras con la palanca de velocidads y se marcha. Su trayectoria se interrumpe por un semáforo amarilo, que se torna rojo y decide hacer un alto, sin intentar burlar la luz. Y al hacer esa parada física y pisar el freno se percata que no es la primera vez que está en ese mismo semáforo las calles que se intersectan son las mismas toda su vida; entre la indecisión y la desesperanza que son una amalgama paralizante.

Toda su vida se debatía entre aquello que podía decirse y no dijo, entre los deseos de ser y las ansias de parecer. El tratro y la vida de Samantha eran una tragicomedia que nadie presenciaba, solo ella que no sabia si reír o llorar ante las especulaciones producidas por un cerebro ocioso, por una mente repleta de prejuicios propia de las mujeres cincuentonas.

Al entrar a su departamento la imagen en el espejo la miraba de manera retadora, cuestionándola con unos ojos perturbados. Samantha sabia que la pregunta tenia ua sola respuesta, toda a indecisión que guardaba bajo su piel, ese miedo a vivir a esxistir y reclamar un lugar en la vida. Sin importar las circunstancias siempre por cautela, había rechazado las encrucijadas de la vida como quien mira un incendo y corre a ponerse a salvo.

La precaución era necesaria, la prudencia en estos tiempos debe ser valorada ese era el punto, las buenas maneras y la aboslita cortesía propia de las mujeres bien nacidas, de las que se consideran damas.

Y recordó como había dejado ir a Roberto, a Eleazar, a Jaime y por último a Uriel, los había sepultado con el silencio, y parecía que el tiempo los había borrado; solo que ahora todo era diferente los años estab escritos con pecas en las manos y con marcas visibles en el rostro.

Decidió entonces buscar de nuevo la fe y la confianza en su bolsa, la halló en forma de las llaves de su carro y empuñando la decisión se subió a su auto y puso en marcha poneiendo a tope el acelerador, queriendo recuperar los ‘últimos 30 años de su vida, rogando a Dios por encontrar los semáforos en verde hasta llegar a la casa de Fernando. A sabiendas de que llegar a casa de alguien sin previo aviso es de mala educación, las buenas maneras carecen ya de sentido cuando un lustro a tus espaldas indica que tu vida va en decadencia.

Con la desesperación juvenil de una adolescencia postergada sube las escaleras y al doblar en el primer pasillo es sorprendida por una pareja que tomados de la mano la saludan, Fernando la mira perplejo y agacha el rostro mientras la mujer le sonríe a Samantha con los ojos inundados de alegría.

Samantha, ralentiza su andar y llega al final del pasillo, busca de nuevo las llaves en su bolsa para emprender el retorno, guarda las fallidas esperanzas en el compartimento mas pequeño de su bolsa y decide clausurarlo como si tuviera desechos radioactivo, después de todo, no habían sido necesarios en estos últimos 30 años.