/ jueves 19 de septiembre de 2024

Don Pablo desafía el tiempo, a sus 93 años busca propósito a su vida tapando baches

Cada día, armado con su pico y pala, este jubilado de Correos de México se enfrenta al sol y al olvido en busca de dignidad y propósito

Bajo el sol a plomo de las tres de la tarde, cuando el calor se asienta como una condena sobre la tierra, un hombre encorvado pero incansable se encuentra en la Nueva Vialidad del Río.

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En medio del polvo que se alza en murmullos y de las piedras que guardan secretos de antiguas jornadas, don Pablo Dueñes Flores, a sus noventa y tres años, desafía la imparable marcha del tiempo.

Allí, en un camino de terracería a la altura del Centro Comunitario de Paseos de Almanceña, don Pablo se dedica a lo que pocos considerarían digno a su edad: tapar los hoyos del camino con tierra. Cada mañana, desde hace ocho años, don Pablo se presenta con sus herramientas: un pico, una pala y una carrucha que cruje bajo el peso de la tierra.

Se mueve con la destreza de quien ha conocido el rigor del trabajo desde siempre, como si cada puñado de tierra con el que tapa un hoyo fuera un acto de redención.

Don Pablo carga la tierra en su pala y la deposita en los huecos del camino Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral


La terracería se convierte en su lienzo y cada hoyo que tapa, un esfuerzo más por dar sentido a su día, por encontrar una razón para seguir adelante en un mundo que parece haberse olvidado de él.

La cachucha gris le protege del sol inclemente, mientras su camisa azul a rayas blancas y su pantalón de mezclilla negro absorben el sudor y el polvo de la jornada.

Cuando me acerco, interrumpo su labor sólo por un momento. Su rostro, tallado por las arrugas del tiempo, se ilumina con un destello fugaz al ofrecerme una sonrisa que parece estar hecha de viejos recuerdos y silencios compartidos.

Toma un sorbo de refresco, dejando que el líquido frío le devuelva por un instante la vitalidad perdida.

"Parece que no tengo familia, nunca me visitan,", dice con la voz baja, temblorosa, como si cada palabra fuera una piedra que arroja al abismo.

Se queda en silencio, sus ojos se pierden en el horizonte. "Así es esto", añade resignado, y retoma su tarea como quien se aferra a la última tabla en medio de un naufragio.

Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral

El sol sigue su curso indiferente mientras don Pablo carga la tierra en su pala y la deposita en los huecos del camino, alisando el suelo con la precisión de un artesano. Un hombre joven, repartidor de una empresa cervecera, se detiene al verle. Su mirada se clava en el anciano, en sus manos que no conocen el descanso, y de repente entiende el peso de esos noventa y tres años.

Se acerca y le ofrece algo de dinero. Don Pablo lo toma con gratitud, pero sin la alegría que pudiera esperarse, como si el gesto fuera un eco lejano que se pierde entre el murmullo de la ciudad y el grito callado de su soledad.

En un mundo que gira a velocidades vertiginosas, donde el trabajo ha perdido su rostro y el esfuerzo se mide en cifras y resultados, don Pablo es un ejemplo de tenacidad. En su fragilidad, hay una fortaleza que escapa a las miradas fugaces. Todos los días, desde la colonia Che Guevara, camina hasta este tramo de terracería, llevando consigo sus herramientas, su dignidad y una voluntad de acero.

Llega a las ocho de la mañana y se marcha a las tres de la tarde, y en esas horas construye un puente invisible entre el pasado y el presente, entre el olvido y la memoria.

Así es la vida de don Pablo. Cada golpe de su pico contra la tierra, cada hoyo que tapa con esmero, es un latido que se resiste a ceder, un poema en acción que no requiere palabras para ser comprendido. Sus manos, endurecidas por el trabajo, sostienen no sólo la pala, sino también el peso de una existencia que no se ha dejado vencer.

Y mientras el mundo sigue su curso, él se mantiene ahí, erguido en su humilde grandeza, recordándonos que el valor de un hombre no se mide por su edad, sino por la fuerza de su espíritu. En la figura de don Pablo, se encuentran las preguntas que la vida nos arroja y que, como él, debemos enfrentar con coraje y humildad.

En su trabajo, en cada hoyo que tapa con tierra, vemos reflejado el deseo humano de mantenerse útil, de encontrar sentido en medio de la adversidad.

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A través de él, entendemos que la lucha no cesa con los años, que la dignidad se forja en el esfuerzo cotidiano y que, a veces, en el gesto más simple y persistente, reside la verdadera esencia de lo que significa ser humano.

Bajo el sol a plomo de las tres de la tarde, cuando el calor se asienta como una condena sobre la tierra, un hombre encorvado pero incansable se encuentra en la Nueva Vialidad del Río.

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En medio del polvo que se alza en murmullos y de las piedras que guardan secretos de antiguas jornadas, don Pablo Dueñes Flores, a sus noventa y tres años, desafía la imparable marcha del tiempo.

Allí, en un camino de terracería a la altura del Centro Comunitario de Paseos de Almanceña, don Pablo se dedica a lo que pocos considerarían digno a su edad: tapar los hoyos del camino con tierra. Cada mañana, desde hace ocho años, don Pablo se presenta con sus herramientas: un pico, una pala y una carrucha que cruje bajo el peso de la tierra.

Se mueve con la destreza de quien ha conocido el rigor del trabajo desde siempre, como si cada puñado de tierra con el que tapa un hoyo fuera un acto de redención.

Don Pablo carga la tierra en su pala y la deposita en los huecos del camino Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral


La terracería se convierte en su lienzo y cada hoyo que tapa, un esfuerzo más por dar sentido a su día, por encontrar una razón para seguir adelante en un mundo que parece haberse olvidado de él.

La cachucha gris le protege del sol inclemente, mientras su camisa azul a rayas blancas y su pantalón de mezclilla negro absorben el sudor y el polvo de la jornada.

Cuando me acerco, interrumpo su labor sólo por un momento. Su rostro, tallado por las arrugas del tiempo, se ilumina con un destello fugaz al ofrecerme una sonrisa que parece estar hecha de viejos recuerdos y silencios compartidos.

Toma un sorbo de refresco, dejando que el líquido frío le devuelva por un instante la vitalidad perdida.

"Parece que no tengo familia, nunca me visitan,", dice con la voz baja, temblorosa, como si cada palabra fuera una piedra que arroja al abismo.

Se queda en silencio, sus ojos se pierden en el horizonte. "Así es esto", añade resignado, y retoma su tarea como quien se aferra a la última tabla en medio de un naufragio.

Foto: Marcos Merendón / El Sol de Parral

El sol sigue su curso indiferente mientras don Pablo carga la tierra en su pala y la deposita en los huecos del camino, alisando el suelo con la precisión de un artesano. Un hombre joven, repartidor de una empresa cervecera, se detiene al verle. Su mirada se clava en el anciano, en sus manos que no conocen el descanso, y de repente entiende el peso de esos noventa y tres años.

Se acerca y le ofrece algo de dinero. Don Pablo lo toma con gratitud, pero sin la alegría que pudiera esperarse, como si el gesto fuera un eco lejano que se pierde entre el murmullo de la ciudad y el grito callado de su soledad.

En un mundo que gira a velocidades vertiginosas, donde el trabajo ha perdido su rostro y el esfuerzo se mide en cifras y resultados, don Pablo es un ejemplo de tenacidad. En su fragilidad, hay una fortaleza que escapa a las miradas fugaces. Todos los días, desde la colonia Che Guevara, camina hasta este tramo de terracería, llevando consigo sus herramientas, su dignidad y una voluntad de acero.

Llega a las ocho de la mañana y se marcha a las tres de la tarde, y en esas horas construye un puente invisible entre el pasado y el presente, entre el olvido y la memoria.

Así es la vida de don Pablo. Cada golpe de su pico contra la tierra, cada hoyo que tapa con esmero, es un latido que se resiste a ceder, un poema en acción que no requiere palabras para ser comprendido. Sus manos, endurecidas por el trabajo, sostienen no sólo la pala, sino también el peso de una existencia que no se ha dejado vencer.

Y mientras el mundo sigue su curso, él se mantiene ahí, erguido en su humilde grandeza, recordándonos que el valor de un hombre no se mide por su edad, sino por la fuerza de su espíritu. En la figura de don Pablo, se encuentran las preguntas que la vida nos arroja y que, como él, debemos enfrentar con coraje y humildad.

En su trabajo, en cada hoyo que tapa con tierra, vemos reflejado el deseo humano de mantenerse útil, de encontrar sentido en medio de la adversidad.

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