/ domingo 1 de mayo de 2022

Rosales, el pueblo al que maldijo un cura

Los dichos siempre tienen algo de verdad y el de “pueblo chico; infierno grande”, no es la excepción

Corría el año de 1811 en lo que hoy se conoce como Rosales. La comunidad era pequeña, pero como suele ocurrir en esos casos, y como bien dice el dicho; “pueblo chico; infierno grande”.

Foto: Cortesía | Adrián Berrios

Vivía entonces en ese lugar un cura muy querido por algunos y odiado por otros, y es que el religioso, quizás sin tener mucho que hacer en un lugar así, “pecaba” de chismoso.

Te puede interesar: Los fantasmas de la casona en Sacramento

Se inmiscuía constantemente en asuntos delicados y conocía bien detalles incómodos sobre ricos y pobres.


Fue este gusto por meterse en asuntos ajenos lo que le valió al poco tiempo la enemistad con Don Tomás, un poderoso hombre de negocios del poblado que se molestó con el cura luego de que éste le reprendiera por un desliz con una joven mujer casada.

Don Tomás, furioso por aquella advertencia, decidió entonces conspirar contra el párroco y le acusó directamente de fraguar planes rebeldes contra el gobierno.

Sin pruebas que sustentaran las acusaciones, se inició una investigación contra el religioso y se ofreció en la parroquia un juicio a cargo de un investigador fuereño de nombre Francisco.

Iniciada durante la mañana, la audiencia terminó hasta la madrugada del día siguiente, lapso en el cual Francisco terminó imposibilitado para volver a su hostal, por lo que fue invitado por el acusado a pasar la noche en las instalaciones de la parroquia.

Pero lejos de mejorar las cosas para el cura, todo empeoró cuando al amanecer fue encontrado muerto aquel investigador.

El exceso de vino que había bebido el día anterior le hicieron dormir para ya no volver a abrir los ojos.

Fue esta precisamente la oportunidad que su archirrival había estado esperando, y sin más demora, don Tomás envió una carta al gobernador en la cual acusaba al religioso de asesino.

Iracundo, el cura durante la audiencia sobre la acusación de asesinato en su contra, maldijo al pueblo sentenciándole a la muerte y las llamas del averno.

Su inocencia fue posteriormente demostrada y al quedar libre de todo cargo, el clero le encomendó cambiar su residencia para enviarle a un pueblo lejos de donde el escándalo había ocurrido.

Una mañana de domingo, durante la celebración de una misa, uno de los feligreses se levantó a media ceremonia y se dirigió al párroco.

Aquel misterioso hombre vestía la típica indumentaria vaquera de la época e iba todo de negro.

Luego de que solicitara al párroco que se aproximara, el religioso cayó de rodillas del púlpito y se echó a llorar amargamente a los pies del extraño mientras pedía perdón al cielo y solicitaba a los feligreses que rezaran por el perdón de las almas del pueblo de donde fue expulsado.

Aquel fuereño no volvió a ser visto, y se dice del párroco que se retiró del ejercicio religioso para irse a vivir a la soledad de la Sierra Tarahumara, donde pasó sus últimos días viviendo como ermitaño.

Más de un siglo después de la intervención del extraño en la misa del párroco, fue restaurada la iglesia de Rosales, en cuyos cimientos fueron encontrados decenas de cadáveres.

Se estimó que los cuerpos estaban allí desde 1811, sin embargo no se supo cómo llegaron a ese lugar.

Facebook: Crónicas de Terror en Chihuahua

Fuente: Adrián Berrios

Corría el año de 1811 en lo que hoy se conoce como Rosales. La comunidad era pequeña, pero como suele ocurrir en esos casos, y como bien dice el dicho; “pueblo chico; infierno grande”.

Foto: Cortesía | Adrián Berrios

Vivía entonces en ese lugar un cura muy querido por algunos y odiado por otros, y es que el religioso, quizás sin tener mucho que hacer en un lugar así, “pecaba” de chismoso.

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Se inmiscuía constantemente en asuntos delicados y conocía bien detalles incómodos sobre ricos y pobres.


Fue este gusto por meterse en asuntos ajenos lo que le valió al poco tiempo la enemistad con Don Tomás, un poderoso hombre de negocios del poblado que se molestó con el cura luego de que éste le reprendiera por un desliz con una joven mujer casada.

Don Tomás, furioso por aquella advertencia, decidió entonces conspirar contra el párroco y le acusó directamente de fraguar planes rebeldes contra el gobierno.

Sin pruebas que sustentaran las acusaciones, se inició una investigación contra el religioso y se ofreció en la parroquia un juicio a cargo de un investigador fuereño de nombre Francisco.

Iniciada durante la mañana, la audiencia terminó hasta la madrugada del día siguiente, lapso en el cual Francisco terminó imposibilitado para volver a su hostal, por lo que fue invitado por el acusado a pasar la noche en las instalaciones de la parroquia.

Pero lejos de mejorar las cosas para el cura, todo empeoró cuando al amanecer fue encontrado muerto aquel investigador.

El exceso de vino que había bebido el día anterior le hicieron dormir para ya no volver a abrir los ojos.

Fue esta precisamente la oportunidad que su archirrival había estado esperando, y sin más demora, don Tomás envió una carta al gobernador en la cual acusaba al religioso de asesino.

Iracundo, el cura durante la audiencia sobre la acusación de asesinato en su contra, maldijo al pueblo sentenciándole a la muerte y las llamas del averno.

Su inocencia fue posteriormente demostrada y al quedar libre de todo cargo, el clero le encomendó cambiar su residencia para enviarle a un pueblo lejos de donde el escándalo había ocurrido.

Una mañana de domingo, durante la celebración de una misa, uno de los feligreses se levantó a media ceremonia y se dirigió al párroco.

Aquel misterioso hombre vestía la típica indumentaria vaquera de la época e iba todo de negro.

Luego de que solicitara al párroco que se aproximara, el religioso cayó de rodillas del púlpito y se echó a llorar amargamente a los pies del extraño mientras pedía perdón al cielo y solicitaba a los feligreses que rezaran por el perdón de las almas del pueblo de donde fue expulsado.

Aquel fuereño no volvió a ser visto, y se dice del párroco que se retiró del ejercicio religioso para irse a vivir a la soledad de la Sierra Tarahumara, donde pasó sus últimos días viviendo como ermitaño.

Más de un siglo después de la intervención del extraño en la misa del párroco, fue restaurada la iglesia de Rosales, en cuyos cimientos fueron encontrados decenas de cadáveres.

Se estimó que los cuerpos estaban allí desde 1811, sin embargo no se supo cómo llegaron a ese lugar.

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Fuente: Adrián Berrios

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