/ sábado 15 de mayo de 2021

Voces | Voces de maestro

Este artículo fue publicado en un diario de la ciudad de México hace 120 años, mi opinión personal sobre Mr. Carnegie la reservo para otro artículo.

Carnegie, el poderoso viejo enigmático y enfermo, que hambriento (sí, hambriento, merced a una implacable dolencia) pasea sin cesar por las solitarias avenidas de una de sus posesiones en un rincón del Norte; Carnegie acaba de decretar un nuevo donativo-¡de diez millones de dólares!-para proporcionar pensiones a los profesores incapacitados de continuar en servicio activo.

No hace ni un mes quizá que míster Carnegie donaba muchos millones para la creación de cierto Instituto de Ciencias Naturales, que debería ser montado a todo costo en Suiza con elementos para sostenerse a perpetuidad y en el cual podrían estudiar todos alumnos de cada nación del mundo.

Pero lo frecuente y lo grandioso de los donativos de míster Carnegie a nadie que le conozca puede sorprender: el famoso donador de bibliotecas se ha jurado morir pobre... como nació, dejando tras de sí una estela de bien.

Este último legado para los profesores para esa prole atormentada y selecta, directora e indigente a la vez en casi todas las naciones, envuelve dos grandes pensamientos:

Uno, de misericordia.

Otro, de progreso.

El profesor llegado a cierta edad, y salvo excepciones de potencia cerebral (raras en nuestros climas), no solo es inútil, sino nocivo. Hay una edad en que el hombre se detiene en el camino de la vida; ve lo que ha conquistado; lo juzga definitivo y empieza a sentir, contra los que lo aguijonean para que marche aún, la vaga mala voluntad de la bestia a quien azotan para que vaya adelante.

La primer forma de su protesta es una sonrisa escéptica ante los nuevos descubrimientos. Después los ataca tímidamente…, después los reniega y maldice.

¿Qué hacer?

¿Respetar sus errores?

No; los errores no son nunca respetables, y menos en la cátedra.

¿Destituirlo?

Tampoco. Tiene derecho–más que muchos otros–a la vida.

¿Qué hacer?

Jubilarlo. Decirle: “Ve en paz, ya trabajaste, ya cumpliste… Otro vendrá con la frente llena de ideas, de esperanza de sol. Tú descansa, duerme, la Patria te venera y te asegura en su regazo bendito la tranquilidad de tu vejez, la tranquilidad de tu sueño.”

Y esto es moral y es evolutivo y es práctico.


Este artículo fue publicado en un diario de la ciudad de México hace 120 años, mi opinión personal sobre Mr. Carnegie la reservo para otro artículo.

Carnegie, el poderoso viejo enigmático y enfermo, que hambriento (sí, hambriento, merced a una implacable dolencia) pasea sin cesar por las solitarias avenidas de una de sus posesiones en un rincón del Norte; Carnegie acaba de decretar un nuevo donativo-¡de diez millones de dólares!-para proporcionar pensiones a los profesores incapacitados de continuar en servicio activo.

No hace ni un mes quizá que míster Carnegie donaba muchos millones para la creación de cierto Instituto de Ciencias Naturales, que debería ser montado a todo costo en Suiza con elementos para sostenerse a perpetuidad y en el cual podrían estudiar todos alumnos de cada nación del mundo.

Pero lo frecuente y lo grandioso de los donativos de míster Carnegie a nadie que le conozca puede sorprender: el famoso donador de bibliotecas se ha jurado morir pobre... como nació, dejando tras de sí una estela de bien.

Este último legado para los profesores para esa prole atormentada y selecta, directora e indigente a la vez en casi todas las naciones, envuelve dos grandes pensamientos:

Uno, de misericordia.

Otro, de progreso.

El profesor llegado a cierta edad, y salvo excepciones de potencia cerebral (raras en nuestros climas), no solo es inútil, sino nocivo. Hay una edad en que el hombre se detiene en el camino de la vida; ve lo que ha conquistado; lo juzga definitivo y empieza a sentir, contra los que lo aguijonean para que marche aún, la vaga mala voluntad de la bestia a quien azotan para que vaya adelante.

La primer forma de su protesta es una sonrisa escéptica ante los nuevos descubrimientos. Después los ataca tímidamente…, después los reniega y maldice.

¿Qué hacer?

¿Respetar sus errores?

No; los errores no son nunca respetables, y menos en la cátedra.

¿Destituirlo?

Tampoco. Tiene derecho–más que muchos otros–a la vida.

¿Qué hacer?

Jubilarlo. Decirle: “Ve en paz, ya trabajaste, ya cumpliste… Otro vendrá con la frente llena de ideas, de esperanza de sol. Tú descansa, duerme, la Patria te venera y te asegura en su regazo bendito la tranquilidad de tu vejez, la tranquilidad de tu sueño.”

Y esto es moral y es evolutivo y es práctico.