/ lunes 27 de junio de 2022

Voces | La santa inquisición

La mala educación dada a un pueblo en su infancia, es obra de siglos poderla desterrar.

En el año de 1612, por alguna causa que los historiadores no precisan, cundió en México la alarma de que los negros iban a alzarse y que venían en camino de la capital una cantidad fantástica de ellos y que asesinarían a todos sus habitantes. México, entonces, como ahora, era una ciudad llena de sobresaltos y de alarmas y se propalaban las más estupendas noticias: que en las montañas que circundan al Valle se veían de noche las hogueras de los negros bozales; que se escuchaban los maullidos en el silencio de la noche y otras mil consejas tenían atormentados los ánimos de las gentes.

El virrey, para calmar un poco los sobresaltados espíritus mandó sacar de la cárcel a todos los negros que, por diversas faltas, algunas de ellas leves, estaban ahí encerrados y dispuso que en la plaza mayor fueran todos azotados, desnudos los cuerpos, hasta dejarlos bañados en sangre.

La ciudad presentaba por las noches el más lúgubre aspecto. Sin alumbrado; llena de acequias, de tierra y de basuras; nadie osaba salir después del toque de las oraciones. Toda la gente se encerraba en sus casas temerosa de que de un momento a otro entraran los negros. Agravó este temor un suceso chusco. Una noche se salió de la zahúrda una gran piara de cerdos que se dispersaron por las principales calles y sus gruñidos hicieron suponer a la gente que ya eran los negros que empezaban a entrar a la ciudad.

No había Virrey en aquellos días. Llamado a España don Luis de Velasco (el segundo de ese nombre) y muerto el arzobispo Fray García Guerra que lo había substituido, la Audiencia había entrado en funciones. Esta corporación como casi todas, en las que ninguno de sus miembros se siente con responsabilidad directa, dictó entonces una disposición muy cruel, como hija de la tiranía que imperaba en aquellos trescientos años que duró la dominación española. Mandó aprehender a veintinueve negros y a cuatro negras, suponiendo, según se dijo entonces, que estaban urdiendo un complot contra el gobierno, y los llevó a la plaza mayor. Ahí, en medio de un concurso numerosísimo de gente, fueron ahorcados todos.

Cuando aquellos treinta y tres cuerpos yacían amontonados, exánimes, con las lenguas de fuera, con el terrible rictus de la más angustiosa agonía, el gobierno mandó que se les cortaran las cabezas. Dice el historiador Riva Palacio: "La escena era capaz de hacer estremecer de horror al mismo Nerón. Aquellos hombres, y sobre todo aquellas mujeres que caminaban al patíbulo, casi moribundos, cubiertos de harapos, a encontrar la muerte después de una vida de esclavitud y sufrimiento; los confesores que a grito herido encomendaban aquellas almas a la misericordia de Dios, una multitud inmensa que se agitaba como un mar borrascoso, y sobre todas aquellas cabezas treinta y tres, de donde pendían, horas después treinta y tres cadáveres.

La ejecución había terminado, pero la gente no se retiraba, y era que aún había un segundo acto más repugnante.

Los verdugos comenzaron a bajar los cadáveres, y con hacha a cortarles las cabezas, que se fijaban en escarpias. Se estaban castigando cadáveres y derramando la descompuesta sangre de los muertos. Aquella escena era asquerosa. Las treinta y tres cabezas se fijaban en escarpias en la plaza mayor de la ciudad: ornato digno de la grandeza de la audiencia gobernadora: “la santa inquisición”.

Jorge Peña Rivera | Cirujano dentista, Lic. Filosofía

La mala educación dada a un pueblo en su infancia, es obra de siglos poderla desterrar.

En el año de 1612, por alguna causa que los historiadores no precisan, cundió en México la alarma de que los negros iban a alzarse y que venían en camino de la capital una cantidad fantástica de ellos y que asesinarían a todos sus habitantes. México, entonces, como ahora, era una ciudad llena de sobresaltos y de alarmas y se propalaban las más estupendas noticias: que en las montañas que circundan al Valle se veían de noche las hogueras de los negros bozales; que se escuchaban los maullidos en el silencio de la noche y otras mil consejas tenían atormentados los ánimos de las gentes.

El virrey, para calmar un poco los sobresaltados espíritus mandó sacar de la cárcel a todos los negros que, por diversas faltas, algunas de ellas leves, estaban ahí encerrados y dispuso que en la plaza mayor fueran todos azotados, desnudos los cuerpos, hasta dejarlos bañados en sangre.

La ciudad presentaba por las noches el más lúgubre aspecto. Sin alumbrado; llena de acequias, de tierra y de basuras; nadie osaba salir después del toque de las oraciones. Toda la gente se encerraba en sus casas temerosa de que de un momento a otro entraran los negros. Agravó este temor un suceso chusco. Una noche se salió de la zahúrda una gran piara de cerdos que se dispersaron por las principales calles y sus gruñidos hicieron suponer a la gente que ya eran los negros que empezaban a entrar a la ciudad.

No había Virrey en aquellos días. Llamado a España don Luis de Velasco (el segundo de ese nombre) y muerto el arzobispo Fray García Guerra que lo había substituido, la Audiencia había entrado en funciones. Esta corporación como casi todas, en las que ninguno de sus miembros se siente con responsabilidad directa, dictó entonces una disposición muy cruel, como hija de la tiranía que imperaba en aquellos trescientos años que duró la dominación española. Mandó aprehender a veintinueve negros y a cuatro negras, suponiendo, según se dijo entonces, que estaban urdiendo un complot contra el gobierno, y los llevó a la plaza mayor. Ahí, en medio de un concurso numerosísimo de gente, fueron ahorcados todos.

Cuando aquellos treinta y tres cuerpos yacían amontonados, exánimes, con las lenguas de fuera, con el terrible rictus de la más angustiosa agonía, el gobierno mandó que se les cortaran las cabezas. Dice el historiador Riva Palacio: "La escena era capaz de hacer estremecer de horror al mismo Nerón. Aquellos hombres, y sobre todo aquellas mujeres que caminaban al patíbulo, casi moribundos, cubiertos de harapos, a encontrar la muerte después de una vida de esclavitud y sufrimiento; los confesores que a grito herido encomendaban aquellas almas a la misericordia de Dios, una multitud inmensa que se agitaba como un mar borrascoso, y sobre todas aquellas cabezas treinta y tres, de donde pendían, horas después treinta y tres cadáveres.

La ejecución había terminado, pero la gente no se retiraba, y era que aún había un segundo acto más repugnante.

Los verdugos comenzaron a bajar los cadáveres, y con hacha a cortarles las cabezas, que se fijaban en escarpias. Se estaban castigando cadáveres y derramando la descompuesta sangre de los muertos. Aquella escena era asquerosa. Las treinta y tres cabezas se fijaban en escarpias en la plaza mayor de la ciudad: ornato digno de la grandeza de la audiencia gobernadora: “la santa inquisición”.

Jorge Peña Rivera | Cirujano dentista, Lic. Filosofía