/ jueves 20 de mayo de 2021

Voces | Dilema

Una de las luchas más heroicas, más denodadas, más conmovedoras (ríanse ustedes de las trincheras) es la que sostienen las mujeres contra la vejez. Lucha fatal que no menciona, porque sabemos que en ella han de ser vencidas, y que inútilmente han de extremar las astucias, apurar las falacias, recurrir a los “vanos silogismos de colores”.

Pero si en las mujeres esta lucha es, como digo, conmovedora, en los hombres, por inusitada, adquiere formas y caracteres de una agudeza formidable. Pocos hombres luchan con la vejez apasionadamente. Limítanse a teñir el bigote, que suele encanecer más pronto que los cabellos, y adaptarse un bisoñé a la calva; arbitrios inocentes con los que no engañan ni a un ciego. Hay, sin embargo, caballeros tan quisquillosos, que se indignan a la menor alusión indiscreta relativa a su edad. Ejemplo: il signor D’Annunzio, cuya inmortalidad lírica no bastaba consolarle del natural desgaste de los años.

Y los hay que no abdican jamás, que no entregan la fortaleza de su juventud a los asaltos de la vejez sino muertos. Que mueren inconfesos…

De estos existió uno, fallecido no hace mucho tiempo, en cierta capital andaluza.

¡En cuanto cumplió los cuarenta años se plantó en treinta y tres! De ellí en adelante fue en vano preguntarle su edad. Se hicieron proverbiales sus treinta y tres años. Era el hombre que tenía la edad de Cristo. Cuando el bigote empezó a encanecer lo tiñó. No hubo tintura que no ensayara. Hizo repetidos viajes por Europa, buscando tintes. Los peluqueros de Paris esos insinuantes y sofísticos peluqueros de cabellera rizada que todos conocemos, lo explotaron a maravilla. En Londres se gastó también un dineral. Al bigote siguió la rara mies de los cabellos, sobre los cuales empezó a escarchar enero…

Más tinturas más viajes…

Las cremas de todos los matices, de todas las virtudes y de todos los olores pretendieron, aliadas con masajes sabios llenar o disimular siquiera los surcos cada vez más hondos y más numerosos las arrugas.

Triste empeño. El arador invisible continuaba su tarea.

Pero el verdadero dilema: “Es un político hombre o mujer tratando de salvar sus dos caras a la vez”…

Cortesía del Dr. Jorge Peña Rivera.

Una de las luchas más heroicas, más denodadas, más conmovedoras (ríanse ustedes de las trincheras) es la que sostienen las mujeres contra la vejez. Lucha fatal que no menciona, porque sabemos que en ella han de ser vencidas, y que inútilmente han de extremar las astucias, apurar las falacias, recurrir a los “vanos silogismos de colores”.

Pero si en las mujeres esta lucha es, como digo, conmovedora, en los hombres, por inusitada, adquiere formas y caracteres de una agudeza formidable. Pocos hombres luchan con la vejez apasionadamente. Limítanse a teñir el bigote, que suele encanecer más pronto que los cabellos, y adaptarse un bisoñé a la calva; arbitrios inocentes con los que no engañan ni a un ciego. Hay, sin embargo, caballeros tan quisquillosos, que se indignan a la menor alusión indiscreta relativa a su edad. Ejemplo: il signor D’Annunzio, cuya inmortalidad lírica no bastaba consolarle del natural desgaste de los años.

Y los hay que no abdican jamás, que no entregan la fortaleza de su juventud a los asaltos de la vejez sino muertos. Que mueren inconfesos…

De estos existió uno, fallecido no hace mucho tiempo, en cierta capital andaluza.

¡En cuanto cumplió los cuarenta años se plantó en treinta y tres! De ellí en adelante fue en vano preguntarle su edad. Se hicieron proverbiales sus treinta y tres años. Era el hombre que tenía la edad de Cristo. Cuando el bigote empezó a encanecer lo tiñó. No hubo tintura que no ensayara. Hizo repetidos viajes por Europa, buscando tintes. Los peluqueros de Paris esos insinuantes y sofísticos peluqueros de cabellera rizada que todos conocemos, lo explotaron a maravilla. En Londres se gastó también un dineral. Al bigote siguió la rara mies de los cabellos, sobre los cuales empezó a escarchar enero…

Más tinturas más viajes…

Las cremas de todos los matices, de todas las virtudes y de todos los olores pretendieron, aliadas con masajes sabios llenar o disimular siquiera los surcos cada vez más hondos y más numerosos las arrugas.

Triste empeño. El arador invisible continuaba su tarea.

Pero el verdadero dilema: “Es un político hombre o mujer tratando de salvar sus dos caras a la vez”…

Cortesía del Dr. Jorge Peña Rivera.