/ miércoles 15 de junio de 2022

Sobremesa | Una casa

Recuerdo mi casa como la construcción edificada de ladrillos. Un patio amplio y un poco sombrío. Las hojas secas del nogal del vecino formando un tapiz de matices marrón. La vista de la ventana del segundo piso que dominaba la cuadra. Yo parada en el balcón, sintiendo las caricias de un sol de invierno incipiente. Las memorias se disuelven.

Me sirvo un vaso con agua y disuelvo dos aspirinas para prevenir infartos y otras enfermedades. Un remedio que leí en una revista de consejos para el cuidado de la salud. No lo hago con frecuencia. Las pastillas son efervescentes, despiden burbujas y el ruido de un cosquilleo me causa la misma gracia que en mi infancia. Contemplo el espectáculo y pienso que las reacciones químicas no cambian. Hay una constante en la ciencia. Una certidumbre en las leyes de la química.

Las leyes de la vida son distintas. Diferentes para cada uno de nosotros. Pienso en mi casa. En los vecinos que antes consideré decentes y que me entero que cometieron estragos en mi propiedad sin miramientos. Al menos las pastillas mantienen su efervescencia, pero los humanos no estamos sujetos a las leyes constantes de las reacciones químicas. Actuamos a placer y conveniencia.

Las leyes de la vida están sujetas a cambios sin previo aviso. Invocamos la justicia y evangelizamos con la verdad, siempre y cuando esto nos proteja. Las leyes de la vida las dictamos nosotros. Las casas al ser seres inanimados permanecen constantes, edificadas de ladrillos, enyesadas y pintadas, se deterioran con el tiempo. Siguen siendo de ladrillo, con los cimientos enterrados, perdiendo el color de la fachada, siguen de pie. Los humanos, vivimos, exploramos, experimentamos, nos diluimos como las pastillas en agua.

Empiezo a olvidar mi casa. Ahora recuerdo que yo habito en este amasijo de huesos y carne, en este cuerpo que es un vehículo para permanecer en este plano terrenal. Me percato que mis valores no se diluyen en el agua, que mi firmeza no se encuentra en las paredes de una habitación y entonces vuelvo al balcón de mi casa. Me traslado mentalmente, deslizó la cortina observó la calle vacía, los estudiantes que transitaban rumbo a la escuela han desaparecido. El aprecio y confianza a mis vecinos se esfumó. En la vida y en el teatro los personajes se reconocen por sus acciones. Una casa a merced del vecindario, nos demuestra la importancia de los buenos vecinos.

La casa va desapareciendo en la memoria. Estática como una estampa la pondré en un álbum. Lo que permanece en mi memoria es la actuación de los vecinos. La casa estará ahí como una construcción de ladrillo y losa. Marchamos a nuevos rumbos, otros horizontes, en busca de nuevas historias, a construir otras casas, no de ladrillo y cemento. Si no edificar nuestra mente y nuestro corazón.

Yo soy mi casa. La habitó, la remozó, la limpió y hago lo necesario para que sea un lugar óptimo. Yo soy mi casa.

Ana Verónica Torres Licon | Docente, Escritora

Recuerdo mi casa como la construcción edificada de ladrillos. Un patio amplio y un poco sombrío. Las hojas secas del nogal del vecino formando un tapiz de matices marrón. La vista de la ventana del segundo piso que dominaba la cuadra. Yo parada en el balcón, sintiendo las caricias de un sol de invierno incipiente. Las memorias se disuelven.

Me sirvo un vaso con agua y disuelvo dos aspirinas para prevenir infartos y otras enfermedades. Un remedio que leí en una revista de consejos para el cuidado de la salud. No lo hago con frecuencia. Las pastillas son efervescentes, despiden burbujas y el ruido de un cosquilleo me causa la misma gracia que en mi infancia. Contemplo el espectáculo y pienso que las reacciones químicas no cambian. Hay una constante en la ciencia. Una certidumbre en las leyes de la química.

Las leyes de la vida son distintas. Diferentes para cada uno de nosotros. Pienso en mi casa. En los vecinos que antes consideré decentes y que me entero que cometieron estragos en mi propiedad sin miramientos. Al menos las pastillas mantienen su efervescencia, pero los humanos no estamos sujetos a las leyes constantes de las reacciones químicas. Actuamos a placer y conveniencia.

Las leyes de la vida están sujetas a cambios sin previo aviso. Invocamos la justicia y evangelizamos con la verdad, siempre y cuando esto nos proteja. Las leyes de la vida las dictamos nosotros. Las casas al ser seres inanimados permanecen constantes, edificadas de ladrillos, enyesadas y pintadas, se deterioran con el tiempo. Siguen siendo de ladrillo, con los cimientos enterrados, perdiendo el color de la fachada, siguen de pie. Los humanos, vivimos, exploramos, experimentamos, nos diluimos como las pastillas en agua.

Empiezo a olvidar mi casa. Ahora recuerdo que yo habito en este amasijo de huesos y carne, en este cuerpo que es un vehículo para permanecer en este plano terrenal. Me percato que mis valores no se diluyen en el agua, que mi firmeza no se encuentra en las paredes de una habitación y entonces vuelvo al balcón de mi casa. Me traslado mentalmente, deslizó la cortina observó la calle vacía, los estudiantes que transitaban rumbo a la escuela han desaparecido. El aprecio y confianza a mis vecinos se esfumó. En la vida y en el teatro los personajes se reconocen por sus acciones. Una casa a merced del vecindario, nos demuestra la importancia de los buenos vecinos.

La casa va desapareciendo en la memoria. Estática como una estampa la pondré en un álbum. Lo que permanece en mi memoria es la actuación de los vecinos. La casa estará ahí como una construcción de ladrillo y losa. Marchamos a nuevos rumbos, otros horizontes, en busca de nuevas historias, a construir otras casas, no de ladrillo y cemento. Si no edificar nuestra mente y nuestro corazón.

Yo soy mi casa. La habitó, la remozó, la limpió y hago lo necesario para que sea un lugar óptimo. Yo soy mi casa.

Ana Verónica Torres Licon | Docente, Escritora