/ miércoles 21 de julio de 2021

Sobremesa | Un bocado de vida

Hoy amanecí con un antojo de avena. Los días nublados me recuerdan los desayunos preparados por mi mamá durante los años de infancia. La cocina se impregnaba de un delicioso aroma a leche hirviendo, luego un toque de canela se desprendía de la cacerola y llenaba la cocina. Era reconfortante comer un tazón de avena y esperar el transcurso del día.

Puedo preparar la avena o comprar una porción y no saciaré mi deseo de volver a la niñez. Creo que la comida no solo cumple con la función biológica de la nutrición, cada experiencia culinaria trae consigo un momento o una etapa de vida. Al igual que las canciones que pueden llevarnos a un momento de la existencia, transportarnos y depositarnos en ese instante, en un track de menos de cinco minutos, nuestro espíritu se desprende y viajamos en el tiempo. Ocurre que con la comida pasa algo similar, el gusto y el olor nos encaminan a la vereda de los recuerdos. Primero observamos el plato y de inmediato nos trasladamos a una época. Luego el olfato rastrea pistas para conducirnos a un lugar específico: la cocina de una tía, la mesa del comedor de la abuela o una feria de pueblo. Aún no tomamos el tenedor, pero podemos recordar a quienes nos acompañaron y los ruidos del ambiente aparecen como una lejana melodía desgastada. Tomamos el tenedor con la firmeza de quien toma una espada. Introducimos el cubierto en el platillo, con la precisión de un cirujano intervenimos para cortar un bocado que sea moderado y a la vez suficiente. La mano se dirige a la boca. La boca se abre, se exhala un poco de aire para abrir el espacio y dar abrigo a un bocado. Un detonante de sensaciones corporales, eso es un bocado. Entonces nuestro cerebro se llena de las voces de los seres que se han ido, los que partieron. Un bullicio de los niños y jóvenes que fuimos. Vemos la taza despostillada, el plato agrietado y la cacerola de peltre, que fueron parte de las estampas de aquellos días. Hasta podemos oír el crujir de la silla en la que se sentaba el abuelo. Al masticar, el mecanismo de dientes y muelas tritura la comida, para ser digerida. En ese momento digerimos que el momento presente se amalgama con el pasado. Lo que somos, lo que fuimos y lo que seremos.

Terminamos un plato. Podemos repetir, servirnos más, otra porción, o quizás nuestros intestinos protesten un poco. Recurrir a la sal de uvas, al omeprazol o una pizca de bicarbonato para aligerar los malestares.

Concluimos el viaje al pasado. Quedan los platos sucios, la plenitud en el estómago y un espacio para el café y el postre. Breve momento para la reflexión cuando la pesadez nos impide pensar en el futuro. Sentimos una leve somnolencia. Yo por ejemplo, suelo mirar el mantel y los secadores. Un limpiador bordado a mano se esconde en una buffetera. Es la leve sonrisa del ayer que se despide.

Mañana desayunaré avena. Volveré a los días sosegados, a la vida disipada de la infancia y a la esperanza matutina que me abraza, pensando que puedo elegir el menú, a pesar de la crisis económica, de la incertidumbre de la pandemia y los intrincados tiempos políticos. El poder de un tazón de avena, va más allá de saciar mi apetito.

Ana Verónica Torres Licón | Docente/Escritora

Hoy amanecí con un antojo de avena. Los días nublados me recuerdan los desayunos preparados por mi mamá durante los años de infancia. La cocina se impregnaba de un delicioso aroma a leche hirviendo, luego un toque de canela se desprendía de la cacerola y llenaba la cocina. Era reconfortante comer un tazón de avena y esperar el transcurso del día.

Puedo preparar la avena o comprar una porción y no saciaré mi deseo de volver a la niñez. Creo que la comida no solo cumple con la función biológica de la nutrición, cada experiencia culinaria trae consigo un momento o una etapa de vida. Al igual que las canciones que pueden llevarnos a un momento de la existencia, transportarnos y depositarnos en ese instante, en un track de menos de cinco minutos, nuestro espíritu se desprende y viajamos en el tiempo. Ocurre que con la comida pasa algo similar, el gusto y el olor nos encaminan a la vereda de los recuerdos. Primero observamos el plato y de inmediato nos trasladamos a una época. Luego el olfato rastrea pistas para conducirnos a un lugar específico: la cocina de una tía, la mesa del comedor de la abuela o una feria de pueblo. Aún no tomamos el tenedor, pero podemos recordar a quienes nos acompañaron y los ruidos del ambiente aparecen como una lejana melodía desgastada. Tomamos el tenedor con la firmeza de quien toma una espada. Introducimos el cubierto en el platillo, con la precisión de un cirujano intervenimos para cortar un bocado que sea moderado y a la vez suficiente. La mano se dirige a la boca. La boca se abre, se exhala un poco de aire para abrir el espacio y dar abrigo a un bocado. Un detonante de sensaciones corporales, eso es un bocado. Entonces nuestro cerebro se llena de las voces de los seres que se han ido, los que partieron. Un bullicio de los niños y jóvenes que fuimos. Vemos la taza despostillada, el plato agrietado y la cacerola de peltre, que fueron parte de las estampas de aquellos días. Hasta podemos oír el crujir de la silla en la que se sentaba el abuelo. Al masticar, el mecanismo de dientes y muelas tritura la comida, para ser digerida. En ese momento digerimos que el momento presente se amalgama con el pasado. Lo que somos, lo que fuimos y lo que seremos.

Terminamos un plato. Podemos repetir, servirnos más, otra porción, o quizás nuestros intestinos protesten un poco. Recurrir a la sal de uvas, al omeprazol o una pizca de bicarbonato para aligerar los malestares.

Concluimos el viaje al pasado. Quedan los platos sucios, la plenitud en el estómago y un espacio para el café y el postre. Breve momento para la reflexión cuando la pesadez nos impide pensar en el futuro. Sentimos una leve somnolencia. Yo por ejemplo, suelo mirar el mantel y los secadores. Un limpiador bordado a mano se esconde en una buffetera. Es la leve sonrisa del ayer que se despide.

Mañana desayunaré avena. Volveré a los días sosegados, a la vida disipada de la infancia y a la esperanza matutina que me abraza, pensando que puedo elegir el menú, a pesar de la crisis económica, de la incertidumbre de la pandemia y los intrincados tiempos políticos. El poder de un tazón de avena, va más allá de saciar mi apetito.

Ana Verónica Torres Licón | Docente/Escritora