/ miércoles 4 de agosto de 2021

Sobremesa | Objetos extraviados

La cantidad de objetos que acumulamos durante nuestra vida es sorprendente. Por lo general nos damos cuenta del cúmulo de cosas que poseemos, cuando iniciamos una mudanza. Iniciamos la exploración de las gavetas de los muebles: ocultos entre la ropa saltan a la vista pequeñas pertenencias que ignoramos durante algún tiempo.

Hay una estela de recuerdos que serpentean alrededor de insignificantes llaveros con la inscripción de un lugar visitado, los souvenirs tienen esa particularidad de ser de dimensiones mínimas, de un costo reducido pero potenciales aceleradores del cómputo de la memoria. Empezamos a situarnos en un lugar, a recordar una fecha y por lo general una situación incómoda que ocurrió, para después enlazarla con algún hecho placentero a manera de consuelo reparador.

Las postales ya nos son “recuerditos” populares, el celular nos ha permitido digitalizar las imágenes, las hace portatiles, transmisibles en instantes, pero no logra la perpetuidad. Hacer tangibles las capturas de la cámara de nuestros móviles, es necesario imprimirlas y convertirlas en papel. Entonces podemos tocarlas, asegurando una cierta permanencia. Confiar en los dispositivos electrónicos como medio para preservar estas imágenes, es jugar el azaroso partido con la fragilidad de los aparatos, que tienen una vida útil determinada por el uso y cuidado que les puedan dar los dueños. Aunque ha habido un avance en cuanto a la conservación de los archivos digitales, al subirlos a una nube de información, parece que la memoria nos reta y solicita una contraseña para acceder a ese cajón virtual que nos pertenece. Si logramos entrar a esa nebulosa de recuerdos, observamos los instantes y miramos, nos miramos con el juicio sobre el pasado y la esperanza en el futuro. Quizás una parte de nosotros se quedó en los objetos que tocamos y palpamos.

Extravié una carpeta con papeles importantes. No puedo creer lo descuidada que soy. Estoy buscando con ahínco. Volví a los cajones, a los archivos y a las cajas que tengo con libros. En esos territorios de búsqueda encontré lápices, plumas, algunas recetas médicas viejas, moneditas, aretes sin par, evidencias de mi paso por esta casa, por esta ciudad y que como huellas se difuminan.

Sigo buscando. Moví un librero pensando que la carpeta quizás se deslizo y puede estar oculta entre el mueble y la pared. No está. Estoy molesta por mi actitud descuidada. Estoy molesta por hallar tantos objetos sin importancia. Tomo una taza de café mientras hurgo entre un cerro de papeles.

Me percato que los objetos no se extravían. Me hago consciente que abandonamos los objetos a merced del tiempo y del espacio, en un acto de desapego, por no colocarlos en un lugar determinado. Y así perdemos amigos, amores, pasatiempos y reliquias. En algunas ocasiones los volvemos a incorporar a nuestra vida, otras los regalamos, las más de las veces los botamos al cesto de basura o las dejamos ahí en el limbo, para que no vuelvan a ser de nadie.

ANA VERÓNICA TORRES LICÓN | DOCENTE


La cantidad de objetos que acumulamos durante nuestra vida es sorprendente. Por lo general nos damos cuenta del cúmulo de cosas que poseemos, cuando iniciamos una mudanza. Iniciamos la exploración de las gavetas de los muebles: ocultos entre la ropa saltan a la vista pequeñas pertenencias que ignoramos durante algún tiempo.

Hay una estela de recuerdos que serpentean alrededor de insignificantes llaveros con la inscripción de un lugar visitado, los souvenirs tienen esa particularidad de ser de dimensiones mínimas, de un costo reducido pero potenciales aceleradores del cómputo de la memoria. Empezamos a situarnos en un lugar, a recordar una fecha y por lo general una situación incómoda que ocurrió, para después enlazarla con algún hecho placentero a manera de consuelo reparador.

Las postales ya nos son “recuerditos” populares, el celular nos ha permitido digitalizar las imágenes, las hace portatiles, transmisibles en instantes, pero no logra la perpetuidad. Hacer tangibles las capturas de la cámara de nuestros móviles, es necesario imprimirlas y convertirlas en papel. Entonces podemos tocarlas, asegurando una cierta permanencia. Confiar en los dispositivos electrónicos como medio para preservar estas imágenes, es jugar el azaroso partido con la fragilidad de los aparatos, que tienen una vida útil determinada por el uso y cuidado que les puedan dar los dueños. Aunque ha habido un avance en cuanto a la conservación de los archivos digitales, al subirlos a una nube de información, parece que la memoria nos reta y solicita una contraseña para acceder a ese cajón virtual que nos pertenece. Si logramos entrar a esa nebulosa de recuerdos, observamos los instantes y miramos, nos miramos con el juicio sobre el pasado y la esperanza en el futuro. Quizás una parte de nosotros se quedó en los objetos que tocamos y palpamos.

Extravié una carpeta con papeles importantes. No puedo creer lo descuidada que soy. Estoy buscando con ahínco. Volví a los cajones, a los archivos y a las cajas que tengo con libros. En esos territorios de búsqueda encontré lápices, plumas, algunas recetas médicas viejas, moneditas, aretes sin par, evidencias de mi paso por esta casa, por esta ciudad y que como huellas se difuminan.

Sigo buscando. Moví un librero pensando que la carpeta quizás se deslizo y puede estar oculta entre el mueble y la pared. No está. Estoy molesta por mi actitud descuidada. Estoy molesta por hallar tantos objetos sin importancia. Tomo una taza de café mientras hurgo entre un cerro de papeles.

Me percato que los objetos no se extravían. Me hago consciente que abandonamos los objetos a merced del tiempo y del espacio, en un acto de desapego, por no colocarlos en un lugar determinado. Y así perdemos amigos, amores, pasatiempos y reliquias. En algunas ocasiones los volvemos a incorporar a nuestra vida, otras los regalamos, las más de las veces los botamos al cesto de basura o las dejamos ahí en el limbo, para que no vuelvan a ser de nadie.

ANA VERÓNICA TORRES LICÓN | DOCENTE