/ miércoles 15 de septiembre de 2021

Sobremesa | Cambio de estaciones

Nunca fui una niña atlética. Desarrollé alergias y asma a la edad de cinco años. Las constantes visitas al doctor por problemas respiratorios ocasionando un incremento en los gastos de salud de la familia. Los inviernos se podían documentar con recetas médicas. Recuerdo los días de lluvia reposando en mi cama. Ungüentos de mentol y alcanfor lubricaban mi pecho, las plantas de mis pies y mis fosas nasales.

El otoño y las hojas tapizando las banquetas eran el anuncio de la próxima temporada de enfermedades. Iniciaban con la congestión nasal y luego acumulación de flemas, para culminar con la tos.

Odiaba las inyecciones que parecían ser eficaces en el tratamiento de las enfermedades, tome hígado de bacalao, infusiones de eucalipto, cápsulas de zorrillo para prevenir las enfermedades y ni se diga los multivitamínicos con altas concentraciones de vitamina C.

Mi expediente médico se engrosaban, al igual que mi cuerpo que expuesto a tantas sustancias y a la poca actividad física ganaba volumen y peso.

Nunca fui una niña atlética. Los libros se convirtieron en mi compañía, mi diversión y mi pasaporte de salida de ese refugio, que con un calefactor de gas permitía una temperatura agradable para no someterme a cambios bruscos de temperatura.

Gracias a mi hermano Luis aprendí a andar en patines y el equilibrio del pedaleo en la bicicleta. Agradezco su generosa ayuda que ahora me permite hacer un balance de mis años infantiles más benévolo.

Hay cierto sabor agridulce en mis recuerdos de infancia. Hay una soledad amortiguada con los libros. No hay fidelidad en la memoria. Los registros mentales se empolvan, se corrompen con el devenir de los días.

En las mañanas percibo un olor a otoño y un viento leve y audaz que entra por mi ventana. Busco un suéter ligero para abrigarme. Entonces vienen a mi mente las palabras de mi madre de no salir sin un chaleco o abrigo durante las temporadas de cambio de estación.

Observó que las flores se marchitan y que el calor aminora. Veo mi piel que requiere mayor humectación en estos días. Nunca fui una niña atlética, pero me gustaba caminar con mi mamá como ejercicio. Aún me gusta caminar, ahora camino sola. Llevo una chamarra deportiva en mi carro como accesorio permanente. Ya no tomo multivitamínicos. Bebo un jugo verde en ayunas y compré una bicicleta para pasear. Nunca fui una niña atlética. Ahora soy una mujer que descubre que infancia no es destino. Ahora soy una mujer que no padece asma y que recuerda sus años de infancia leyendo libros y poniéndolos bajo la almohada para dormir. Siempre es bueno visionar el cambio de estaciones.

Ana Verónica Torres Licon | Docente / Escritora

Nunca fui una niña atlética. Desarrollé alergias y asma a la edad de cinco años. Las constantes visitas al doctor por problemas respiratorios ocasionando un incremento en los gastos de salud de la familia. Los inviernos se podían documentar con recetas médicas. Recuerdo los días de lluvia reposando en mi cama. Ungüentos de mentol y alcanfor lubricaban mi pecho, las plantas de mis pies y mis fosas nasales.

El otoño y las hojas tapizando las banquetas eran el anuncio de la próxima temporada de enfermedades. Iniciaban con la congestión nasal y luego acumulación de flemas, para culminar con la tos.

Odiaba las inyecciones que parecían ser eficaces en el tratamiento de las enfermedades, tome hígado de bacalao, infusiones de eucalipto, cápsulas de zorrillo para prevenir las enfermedades y ni se diga los multivitamínicos con altas concentraciones de vitamina C.

Mi expediente médico se engrosaban, al igual que mi cuerpo que expuesto a tantas sustancias y a la poca actividad física ganaba volumen y peso.

Nunca fui una niña atlética. Los libros se convirtieron en mi compañía, mi diversión y mi pasaporte de salida de ese refugio, que con un calefactor de gas permitía una temperatura agradable para no someterme a cambios bruscos de temperatura.

Gracias a mi hermano Luis aprendí a andar en patines y el equilibrio del pedaleo en la bicicleta. Agradezco su generosa ayuda que ahora me permite hacer un balance de mis años infantiles más benévolo.

Hay cierto sabor agridulce en mis recuerdos de infancia. Hay una soledad amortiguada con los libros. No hay fidelidad en la memoria. Los registros mentales se empolvan, se corrompen con el devenir de los días.

En las mañanas percibo un olor a otoño y un viento leve y audaz que entra por mi ventana. Busco un suéter ligero para abrigarme. Entonces vienen a mi mente las palabras de mi madre de no salir sin un chaleco o abrigo durante las temporadas de cambio de estación.

Observó que las flores se marchitan y que el calor aminora. Veo mi piel que requiere mayor humectación en estos días. Nunca fui una niña atlética, pero me gustaba caminar con mi mamá como ejercicio. Aún me gusta caminar, ahora camino sola. Llevo una chamarra deportiva en mi carro como accesorio permanente. Ya no tomo multivitamínicos. Bebo un jugo verde en ayunas y compré una bicicleta para pasear. Nunca fui una niña atlética. Ahora soy una mujer que descubre que infancia no es destino. Ahora soy una mujer que no padece asma y que recuerda sus años de infancia leyendo libros y poniéndolos bajo la almohada para dormir. Siempre es bueno visionar el cambio de estaciones.

Ana Verónica Torres Licon | Docente / Escritora