/ miércoles 20 de abril de 2022

Sobremesa | Bajo el sol de primavera

Cada periodo vacacional intento alguna actividad que me demande un esfuerzo. De niña fui poco atlética, es más una nulidad en los deportes. Me dediqué a estudiar con la misma tenacidad que cualquier atleta de alto rendimiento, sabiendo que en la infancia se forja la disciplina. He cosechado dulces frutos de mi trabajo estudiantil, de mi labor intelectual y esto me ha permitido iniciarme en el oficio de la escritura.

Esta semana santa, en el periodo vacacional de dos semanas que gozo por ser docente, decidí embarcarme en la aventura de aprender un poco de tenis. Hay un club cerca de mi casa con un ambiente familiar, que me apareció adecuado para tomar mis primeras lecciones. Pues bien los hallazgos que he tenido en estas semanas me dan bastante ternura. Mis compañeros de clase que ya tienen más experiencia se muestran bondadosos y pacientes ante mi desconocimiento, y más aún frente a las escasas habilidades físicas que muestro para este deporte. Las personas adultas me dan consejos, me animan y los jóvenes y niños son condescendientes y me dan segundas oportunidades. Por si fuera poco un buen amigo me regaló su raqueta. La raqueta estuvo guardada en un armario por unos diez años aproximadamente. Cuando se la mostré al instructor me dijo que era una buena raqueta y que agradeciera a quien me la había legado.

Si bien es cierto estoy expandiéndome y saliendo de mi área de confort, me siento acompañada por mis compañeros y compañeras. Armida es una mujer muy especial que me materna con solicitud y paciencia, me regala su tiempo y me pide que ponga atención, que lo intente. Además de regalarme su tiempo y sus instrucciones, se muestra cálida y humana. Mueve su raqueta con soltura, parece que flota cuando se mueve y lo hace sin provocarle mayor esfuerzo. Golpea la pelota con elegancia, recibe los golpes con precisión mientras sonríe. Su sonrisa es amplia, blanca y su cabello rizado y largo descansa sobre su espalda mientras prepara un saque. También está Ely, ella es como una hermana mayor que me motiva a no claudicar y buscar la pelota, aunque sepa que está perdida. Me pregunta cómo me siento y me anima con una voz firme y alegre para que me enamore del deporte. Ella toma su posición en la cancha, se planta con seguridad, toma una posición de alerta, se ve fuerte y refleja estabilidad, es como si dijera estoy lista, y creo que es así en su vida diaria. Hay mucha bondad en sus almas y un espíritu amoroso difícil de encontrar en las actividades deportivas que aún y cuando sean solo esparcimiento invitan a la competencia y la supremacía.

La vida nos da segundas oportunidades, no solo para intentar cosas nuevas o intentar aprender un deporte, sino para humanizarnos, y dejarnos abrazar por la solidaridad y la empatía. Salir de la zona de confort, es dar un paso afuera de un lugar seguro, sentimos un viento frío que nos acaricia el rostro como para advertirnos que la certidumbre se acaba. Bajo el sol, parada en una cancha de tenis, siendo yo una principiante con escasas habilidades, no solo mi piel ha adquirido una tonalidad más oscura, sino mi fe en la humanidad se incrementa. Y un deseo por aprender de los otros y de las otras adquiere especial relevancia. Intentando hacer contacto con una pelota, tratando de fijar mi vista en el objetivo, empuñando la raqueta, me descubro vulnerable y se me revela la amorosa compañía de la humanidad encarnada en mis compañeras y compañeros de juego.


Ana Verónica Torres Licón | Docente y Escritora

Cada periodo vacacional intento alguna actividad que me demande un esfuerzo. De niña fui poco atlética, es más una nulidad en los deportes. Me dediqué a estudiar con la misma tenacidad que cualquier atleta de alto rendimiento, sabiendo que en la infancia se forja la disciplina. He cosechado dulces frutos de mi trabajo estudiantil, de mi labor intelectual y esto me ha permitido iniciarme en el oficio de la escritura.

Esta semana santa, en el periodo vacacional de dos semanas que gozo por ser docente, decidí embarcarme en la aventura de aprender un poco de tenis. Hay un club cerca de mi casa con un ambiente familiar, que me apareció adecuado para tomar mis primeras lecciones. Pues bien los hallazgos que he tenido en estas semanas me dan bastante ternura. Mis compañeros de clase que ya tienen más experiencia se muestran bondadosos y pacientes ante mi desconocimiento, y más aún frente a las escasas habilidades físicas que muestro para este deporte. Las personas adultas me dan consejos, me animan y los jóvenes y niños son condescendientes y me dan segundas oportunidades. Por si fuera poco un buen amigo me regaló su raqueta. La raqueta estuvo guardada en un armario por unos diez años aproximadamente. Cuando se la mostré al instructor me dijo que era una buena raqueta y que agradeciera a quien me la había legado.

Si bien es cierto estoy expandiéndome y saliendo de mi área de confort, me siento acompañada por mis compañeros y compañeras. Armida es una mujer muy especial que me materna con solicitud y paciencia, me regala su tiempo y me pide que ponga atención, que lo intente. Además de regalarme su tiempo y sus instrucciones, se muestra cálida y humana. Mueve su raqueta con soltura, parece que flota cuando se mueve y lo hace sin provocarle mayor esfuerzo. Golpea la pelota con elegancia, recibe los golpes con precisión mientras sonríe. Su sonrisa es amplia, blanca y su cabello rizado y largo descansa sobre su espalda mientras prepara un saque. También está Ely, ella es como una hermana mayor que me motiva a no claudicar y buscar la pelota, aunque sepa que está perdida. Me pregunta cómo me siento y me anima con una voz firme y alegre para que me enamore del deporte. Ella toma su posición en la cancha, se planta con seguridad, toma una posición de alerta, se ve fuerte y refleja estabilidad, es como si dijera estoy lista, y creo que es así en su vida diaria. Hay mucha bondad en sus almas y un espíritu amoroso difícil de encontrar en las actividades deportivas que aún y cuando sean solo esparcimiento invitan a la competencia y la supremacía.

La vida nos da segundas oportunidades, no solo para intentar cosas nuevas o intentar aprender un deporte, sino para humanizarnos, y dejarnos abrazar por la solidaridad y la empatía. Salir de la zona de confort, es dar un paso afuera de un lugar seguro, sentimos un viento frío que nos acaricia el rostro como para advertirnos que la certidumbre se acaba. Bajo el sol, parada en una cancha de tenis, siendo yo una principiante con escasas habilidades, no solo mi piel ha adquirido una tonalidad más oscura, sino mi fe en la humanidad se incrementa. Y un deseo por aprender de los otros y de las otras adquiere especial relevancia. Intentando hacer contacto con una pelota, tratando de fijar mi vista en el objetivo, empuñando la raqueta, me descubro vulnerable y se me revela la amorosa compañía de la humanidad encarnada en mis compañeras y compañeros de juego.


Ana Verónica Torres Licón | Docente y Escritora