/ miércoles 16 de diciembre de 2020

Sobre mesa | Los libros y yo

Mi madre me enseñó a leer. No solo a decodificar las letras sino a leer de verdad. Leer como acto creativo, como un viaje a otros mundos y soñar estando despierto. Yo nací en los años ochenta, el internet era un proyecto lejano y mi casa tenía un enorme librero repleto de enciclopedias y tomos de literatura infantil y juvenil. Los clásicos eran testigos del desgaste de los tomos predilectos de los que integrantes de la familia, mientras ellos permanecían ilesos cubiertos de un polvo fino. Limpiar el librero era una faena ardua, remover cada ejemplar y volverlo a colocar era tedioso. Yo aceptaba labor, ya que me gustaba oler y palpar las distintas cubiertas. Darle un vistazo a las ilustraciones monocromáticas del “Tesoro de la Juventud”, me embelesaba. Obviamente la tarea de sacudir se prolongaba más de lo esperado y mi eficiencia en las labores domésticas era deficiente, por lo tanto alguno de mis hermanos acudía en mi auxilio para terminar la consigna.

En una visión personal los libros no solo eran solo de consulta para las tareas escolares, eran entes vivos en reposo, en espera de que alguien rompiera el hechizo y los hojeara.

Leer durante mi infancia y adolescencia, era tan común como consumir un vaso de leche. Nunca se me impuso ninguna lectura.

Recuerdo que mis hermanos me iniciaron en la consulta de las enciclopedias a la corta edad de siete años. En ese momento, me di cuenta de la vastedad de conocimiento existente y la organización que tenía por temas. Era como si un banquete enorme fuera dispuesto en distintos platillos y luego cada concepto era un bocado digerible para la mente humana.

En definitiva leer es una experiencia íntima, personal y única como ser humano. Pero ocurre algo maravilloso, el deseo de compartir esa experiencia, al recomendar un libro, referirlo, contar un poco de lo que trata y salpicar con pequeños datos, alguna charla o conversación.

No puedo imaginar mi vida sin los libros. Me enloquecen las bibliotecas, me atraen las librerías, escuché en una charla en las que dos escritoras comentaban de las bellas librerías que existen en Argentina, de los hermosos recintos que venden libros en Barcelona, y entonces los libros se vuelven un pretexto para añorar un viaje. Después de todo la lectura es descubrir otros universos en el librero de la casa. Lastimosamente los espacios en los hogares dedicados a los libros se han reducido. La experiencia sensual del libro: olerlo y tocarlo, estimulan el cerebro. Si bien es cierto los libros electrónicos también tienen sus ventajas, reconozco que el libro impreso es mi debilidad.

Espero que Papá Noel, encuentre mi casa y deje algunos libros para mí, no importa si son usados. ¡Quiero libros, muchos libros! Lo digo con esa avaricia propia de la infancia, donde se solicitan juguetes como regalo de navidad. La lectura despierta en mi esa sensación de la niñez. Miro una caja que tengo llena de libros que no he terminado de leer. Creo que tengo un plan para estas vacaciones.

Mi madre me enseñó a leer. No solo a decodificar las letras sino a leer de verdad. Leer como acto creativo, como un viaje a otros mundos y soñar estando despierto. Yo nací en los años ochenta, el internet era un proyecto lejano y mi casa tenía un enorme librero repleto de enciclopedias y tomos de literatura infantil y juvenil. Los clásicos eran testigos del desgaste de los tomos predilectos de los que integrantes de la familia, mientras ellos permanecían ilesos cubiertos de un polvo fino. Limpiar el librero era una faena ardua, remover cada ejemplar y volverlo a colocar era tedioso. Yo aceptaba labor, ya que me gustaba oler y palpar las distintas cubiertas. Darle un vistazo a las ilustraciones monocromáticas del “Tesoro de la Juventud”, me embelesaba. Obviamente la tarea de sacudir se prolongaba más de lo esperado y mi eficiencia en las labores domésticas era deficiente, por lo tanto alguno de mis hermanos acudía en mi auxilio para terminar la consigna.

En una visión personal los libros no solo eran solo de consulta para las tareas escolares, eran entes vivos en reposo, en espera de que alguien rompiera el hechizo y los hojeara.

Leer durante mi infancia y adolescencia, era tan común como consumir un vaso de leche. Nunca se me impuso ninguna lectura.

Recuerdo que mis hermanos me iniciaron en la consulta de las enciclopedias a la corta edad de siete años. En ese momento, me di cuenta de la vastedad de conocimiento existente y la organización que tenía por temas. Era como si un banquete enorme fuera dispuesto en distintos platillos y luego cada concepto era un bocado digerible para la mente humana.

En definitiva leer es una experiencia íntima, personal y única como ser humano. Pero ocurre algo maravilloso, el deseo de compartir esa experiencia, al recomendar un libro, referirlo, contar un poco de lo que trata y salpicar con pequeños datos, alguna charla o conversación.

No puedo imaginar mi vida sin los libros. Me enloquecen las bibliotecas, me atraen las librerías, escuché en una charla en las que dos escritoras comentaban de las bellas librerías que existen en Argentina, de los hermosos recintos que venden libros en Barcelona, y entonces los libros se vuelven un pretexto para añorar un viaje. Después de todo la lectura es descubrir otros universos en el librero de la casa. Lastimosamente los espacios en los hogares dedicados a los libros se han reducido. La experiencia sensual del libro: olerlo y tocarlo, estimulan el cerebro. Si bien es cierto los libros electrónicos también tienen sus ventajas, reconozco que el libro impreso es mi debilidad.

Espero que Papá Noel, encuentre mi casa y deje algunos libros para mí, no importa si son usados. ¡Quiero libros, muchos libros! Lo digo con esa avaricia propia de la infancia, donde se solicitan juguetes como regalo de navidad. La lectura despierta en mi esa sensación de la niñez. Miro una caja que tengo llena de libros que no he terminado de leer. Creo que tengo un plan para estas vacaciones.