/ miércoles 10 de febrero de 2021

Sobre mesa | La última función

Este cuerpo desvencijado ocupa la cama frente al ventanal de la habitación de Alicia, mi hija mayor. Vivía sola. Después de sufrir fractura de fémur, pasaré los días postrada en esta casa ajena. Ella, dice que esto no es tan malo ahora que hay una pandemia. La reclusión es necesaria. Yo siempre he sido inquieta me gusta caminar y visito a las vecinas de la cuadra. Precisamente me caí en un trayecto rumbo a la tienda de abarrotes. Hoy vivo con la familia de Alicia, que me ignora porque soy una mujer de edad.

La televisión me en jaqueca, después de verla durante todo el día. Prefiero mirar la ventana que da a la calle. Es una avenida donde se localiza una moderna plaza comercial, con una fuente en la fachada y unos maceteros de concreto, bellamente iluminados con lámparas de destellos violetas y azules. Por el momento no hay actividad en el edificio.

Una muchacha de aspecto famélico, sucia y demente, que hurga en los botes de basura del vecindario en busca de alimento. Encontró residencia en los pasillos de los locales que permanecen cerrados.

Supongo que la chica, duerme durante parte del día. Después de buscar comida, recupera fuerzas en una siesta y venciendo su debilidad en las tardes-noches, me ofrece una función privada.

Desde el confinamiento me deleito con su actuación. Es delicada y ligera, parece una Pavlova. Corre alrededor de la fuente. Gira y baila jubilosa como si escuchara una canción. Supongo que su locura le permite imaginar un bello escenario y protagonizar un musical. Disfruto del espectáculo mientras las luces envuelven su figura. Aparecía ataviada con un sucio vestido blanco, bordado con lentejuelas y chaquira, para mostrar su magia. Los ruidos de los autos la asustan y se esconde detrás del macetero. Aparece de nuevo hasta que la quietud de la calle la tranquiliza. Todas las noches gozo con su presencia.

Una mañana escucho las sirenas de las patrullas. El servicio médico forense acordonó la plaza. La indigente que se había guarecido ahí durante la contingencia apareció sin vida. Acabó con su vida, se colgó con una vieja sábana de las escaleras. Mi bailarina particular fue a danzar al paraíso.

Ella desconocía mi existencia, y el deleite que me provocaba observarla. Su cabello desarreglado y la suciedad de sus ropas no eran impedimento para que me dejaran atónita.

Nunca me atreví a decirle a Alicia, que le diéramos un plato de comida caliente. Enviarle una muda de ropa limpia. Ofrecerle un vaso de agua fresca. No solicité nada para ella. No recibió retribución alguna. De haber sabido que aquella noche era su última aparición frente a mis pupilas, hubiera pagado un boleto.

Este cuerpo desvencijado ocupa la cama frente al ventanal de la habitación de Alicia, mi hija mayor. Vivía sola. Después de sufrir fractura de fémur, pasaré los días postrada en esta casa ajena. Ella, dice que esto no es tan malo ahora que hay una pandemia. La reclusión es necesaria. Yo siempre he sido inquieta me gusta caminar y visito a las vecinas de la cuadra. Precisamente me caí en un trayecto rumbo a la tienda de abarrotes. Hoy vivo con la familia de Alicia, que me ignora porque soy una mujer de edad.

La televisión me en jaqueca, después de verla durante todo el día. Prefiero mirar la ventana que da a la calle. Es una avenida donde se localiza una moderna plaza comercial, con una fuente en la fachada y unos maceteros de concreto, bellamente iluminados con lámparas de destellos violetas y azules. Por el momento no hay actividad en el edificio.

Una muchacha de aspecto famélico, sucia y demente, que hurga en los botes de basura del vecindario en busca de alimento. Encontró residencia en los pasillos de los locales que permanecen cerrados.

Supongo que la chica, duerme durante parte del día. Después de buscar comida, recupera fuerzas en una siesta y venciendo su debilidad en las tardes-noches, me ofrece una función privada.

Desde el confinamiento me deleito con su actuación. Es delicada y ligera, parece una Pavlova. Corre alrededor de la fuente. Gira y baila jubilosa como si escuchara una canción. Supongo que su locura le permite imaginar un bello escenario y protagonizar un musical. Disfruto del espectáculo mientras las luces envuelven su figura. Aparecía ataviada con un sucio vestido blanco, bordado con lentejuelas y chaquira, para mostrar su magia. Los ruidos de los autos la asustan y se esconde detrás del macetero. Aparece de nuevo hasta que la quietud de la calle la tranquiliza. Todas las noches gozo con su presencia.

Una mañana escucho las sirenas de las patrullas. El servicio médico forense acordonó la plaza. La indigente que se había guarecido ahí durante la contingencia apareció sin vida. Acabó con su vida, se colgó con una vieja sábana de las escaleras. Mi bailarina particular fue a danzar al paraíso.

Ella desconocía mi existencia, y el deleite que me provocaba observarla. Su cabello desarreglado y la suciedad de sus ropas no eran impedimento para que me dejaran atónita.

Nunca me atreví a decirle a Alicia, que le diéramos un plato de comida caliente. Enviarle una muda de ropa limpia. Ofrecerle un vaso de agua fresca. No solicité nada para ella. No recibió retribución alguna. De haber sabido que aquella noche era su última aparición frente a mis pupilas, hubiera pagado un boleto.