/ miércoles 31 de marzo de 2021

Sobre mesa | Del mismo reino, distinta especie

Me pasaron unas notas sobre una tribu japonesa contemporánea que habita la isla japonesa de Hokkaidō. Los nativos rinden culto al oso. Lo cazan, lo llevan a vivir con ellos y posteriormente lo sacrifican. Cuando Carlos Linneo clasificó a los seres vivos en reinos, estableciendo distintos niveles jerárquicos lo hizo atendiendo a las estructuras externas y según las relaciones entre organismos según parecidos anatómicos. Compartimos el planeta con otros seres vivos, con algunos hemos establecido una relación doméstica: cercana, directa e íntima. Es difícil imaginar un oso compartiendo el espacio, en primer lugar, por el tamaño y en segundo término por la fuerza bestial que representa. Los hombres y las mujeres de la isla japonesa de Hokkaidō, saben cómo transgredir el estereotipo. Conocen que un osezno es una criatura que requiere cuidado. Hay una interacción entrañable desde el inicio de la relación. La canción ritual con la que se culmina el culto ursino, toca sus notas desde el primer encuentro con el cachorro.

La captura del osezno, no lleva la intención de privarlo de su libertad, sino de incluirlo en un nuevo hogar. Mimar y cuidar al nuevo integrante se reviste con el cariñoso recibimiento del nuevo miembro de la comunidad. Una mujer amamanta a la cría, se establece un vínculo. Madre e hijo enlazados. La mansedumbre y docilidad las extrae el osezno en cada gota de leche. No hay temor frente al animal que crece. Se le enseña para que vaya a una jaula, mientras llega el día en que será sacrificado.

El día de su holocausto, el oso no es una víctima. No hay un espíritu sanguinario que posea al ejecutor. La ceremonia esta embestida de honor. El mejor arquero será el encargado de flechar el corazón, del que se convertirá en un intermediario ante los dioses. Las esperanzas están puestas en el inmolado. Saben que él será un emisario ante la divinidad para conseguir el favor de la naturaleza. Es conmovedora la voz que canta la melodía de despedida, la serenidad que transmite. Hay un desapego en todo el ritual. Los motivos son claros durante la vida del oso. En su existencia permea la fraterna calidez y la determinación de su existencia. Hay un plazo que se cumple, una hora pactada para su partida. El apego es inexistente en esta relación. Se conoce de antemano el propósito de la vida del oso. Habrá lágrimas y llanto frente a la muerte del embajador que parte, en medio de danzas, cánticos y un gran banquete.

Los cuidados proveídos al animal no se escatimaron. El cariño profesado subsistirá en las generaciones venideras. El momento de abogar ante el dios del bosque llega. Se deposita en él la responsabilidad de gestionar los beneficios para la tribu. No hay confusión, el oso está al servicio del hombre. Se busca el bien común. El acto de sacrificio del oso busca una garantía: la subsistencia de la especie a través de alimento suficiente. La vida del osezno hasta convertirse en un ejemplar adulto acontece en la cotidianidad y la vida familiar, se urde una trama de cariño. Ese sentimiento es el que da la certeza que el sacrificado hará bien su papel ante la divinidad. La sabiduría de esta tribu japonesa es ancestral. De generación en generación este ritual ha traspasado las barreras del tiempo. Observo con tristeza cuando los seres humanos menospreciamos a otros seres humanos. Observo que hay un detrimento en la concepción de la especie como hermandad. Los osos y los humanos compartimos el mismo reino taxonómico. El humano nos guste o no, compartimos la misma especie. Sin menoscabo de los derechos de los seres vivos, deberíamos garantizar el bien de la especie.

Ana Verónica Torres Licon.


Me pasaron unas notas sobre una tribu japonesa contemporánea que habita la isla japonesa de Hokkaidō. Los nativos rinden culto al oso. Lo cazan, lo llevan a vivir con ellos y posteriormente lo sacrifican. Cuando Carlos Linneo clasificó a los seres vivos en reinos, estableciendo distintos niveles jerárquicos lo hizo atendiendo a las estructuras externas y según las relaciones entre organismos según parecidos anatómicos. Compartimos el planeta con otros seres vivos, con algunos hemos establecido una relación doméstica: cercana, directa e íntima. Es difícil imaginar un oso compartiendo el espacio, en primer lugar, por el tamaño y en segundo término por la fuerza bestial que representa. Los hombres y las mujeres de la isla japonesa de Hokkaidō, saben cómo transgredir el estereotipo. Conocen que un osezno es una criatura que requiere cuidado. Hay una interacción entrañable desde el inicio de la relación. La canción ritual con la que se culmina el culto ursino, toca sus notas desde el primer encuentro con el cachorro.

La captura del osezno, no lleva la intención de privarlo de su libertad, sino de incluirlo en un nuevo hogar. Mimar y cuidar al nuevo integrante se reviste con el cariñoso recibimiento del nuevo miembro de la comunidad. Una mujer amamanta a la cría, se establece un vínculo. Madre e hijo enlazados. La mansedumbre y docilidad las extrae el osezno en cada gota de leche. No hay temor frente al animal que crece. Se le enseña para que vaya a una jaula, mientras llega el día en que será sacrificado.

El día de su holocausto, el oso no es una víctima. No hay un espíritu sanguinario que posea al ejecutor. La ceremonia esta embestida de honor. El mejor arquero será el encargado de flechar el corazón, del que se convertirá en un intermediario ante los dioses. Las esperanzas están puestas en el inmolado. Saben que él será un emisario ante la divinidad para conseguir el favor de la naturaleza. Es conmovedora la voz que canta la melodía de despedida, la serenidad que transmite. Hay un desapego en todo el ritual. Los motivos son claros durante la vida del oso. En su existencia permea la fraterna calidez y la determinación de su existencia. Hay un plazo que se cumple, una hora pactada para su partida. El apego es inexistente en esta relación. Se conoce de antemano el propósito de la vida del oso. Habrá lágrimas y llanto frente a la muerte del embajador que parte, en medio de danzas, cánticos y un gran banquete.

Los cuidados proveídos al animal no se escatimaron. El cariño profesado subsistirá en las generaciones venideras. El momento de abogar ante el dios del bosque llega. Se deposita en él la responsabilidad de gestionar los beneficios para la tribu. No hay confusión, el oso está al servicio del hombre. Se busca el bien común. El acto de sacrificio del oso busca una garantía: la subsistencia de la especie a través de alimento suficiente. La vida del osezno hasta convertirse en un ejemplar adulto acontece en la cotidianidad y la vida familiar, se urde una trama de cariño. Ese sentimiento es el que da la certeza que el sacrificado hará bien su papel ante la divinidad. La sabiduría de esta tribu japonesa es ancestral. De generación en generación este ritual ha traspasado las barreras del tiempo. Observo con tristeza cuando los seres humanos menospreciamos a otros seres humanos. Observo que hay un detrimento en la concepción de la especie como hermandad. Los osos y los humanos compartimos el mismo reino taxonómico. El humano nos guste o no, compartimos la misma especie. Sin menoscabo de los derechos de los seres vivos, deberíamos garantizar el bien de la especie.

Ana Verónica Torres Licon.