/ miércoles 25 de noviembre de 2020

Sobre mesa | Ana la eterna estudiante


El llamado

Mi atracción por las escuelas inicia en mis primeros recuerdos. Una escuela primaria cercana a mi hogar era un sitio que ejercía una especia de magnetismo. ¿Cómo era posible que una caravana de niños diariamente se dirigía a ese recinto? En un principio, mi madre pensó que la atracción a la escuela era una imitación a los hábitos de mis hermanos o la búsqueda de la compañía infantil. No era así. Los lunes un con fervor religioso solicitaba me llevarán a presenciar los honores a la bandera. Una especie de encantamiento surtía efecto cuando se cantaba a coro el himno nacional. Como si escuchara la flauta de Hamelín, mis pies se dirigían a ese lugar en donde ocurría ese mágico encuentro. Mi paso por el Jardín de Niños no fue memorable. Ocurrió que la decepción sobrevino cuando se me asignaron actividades manuales de boleo, pegar sopitas y colorear de manera rutinaria, poco estimulantes y que cabe mencionar no logré desarrollar durante el curso de manera satisfactoria. Incluso la maestra sugirió a mi madre que recursara el año, pues carecía de la madurez cognitiva necesaria para iniciar con un proceso de lecto-escritura. Mostrándole los dibujos en los cuales al colorear me salía de los márgenes establecidos y pintaba perros amarillos, además de árboles rosas. Mi madre hizo caso omiso a la recomendación, en virtud de que yo sabía leer y escribir desde meses atrás. Me inscribió a la primaria sin demora, ni duda respecto a mi capacidad mental, pero conociendo mi deficiente habilidad para los trabajos manuales. Mi primer día de escuela, de escuela de verdad, acudí a la primaria con una mochila nueva. Hecho documentado por mis hermanos que capturaron mi imagen con una emblemática Kodak, fotografía que obra en el archivo familiar. Esta evidencia es el inicio de mi vida escolar: Ana la eterna estudiante. Recuerdo la fecha con exactitud día 3 de septiembre de 1988, ya que mi madre tuvo la precaución de anotarla al reverso de la fotografía. Este inmenso amor que le tengo a la escuela, me ha llevado a buscar continuamente lugares en donde me sea posible aprender. Por eso decidí ser maestra. Lo cual implica estar en constante capacitación. Mi deseo de conocimiento se ha manifestado con avidez. Un vicio, debo reconocerlo. Mi cerebro genera ciertas sustancias cuando aprendo. Se presenta una saciedad que me permite conciliar el sueño con una sensación placentera al recargar mi cabeza en la almohada. La masa encefálica descansa en una plenitud temporal, hasta la mañana siguiente.

El Aprendizaje.

Sin duda el reto ha sido aprender a aprender. Buscar las formas de acercarme a los intereses que me han apasionado a lo largo de la vida. Desde comprar libros de hágalo usted mismo, para bordar en tela y tejer con crochet, actividades en las cuales obtuve un mediano éxito; hasta cursar una maestría en línea en el año 2010, cuando los medios digitales no eran tan accesibles y amigables con el usuario, como lo son en estos días aciagos. Arrastrada por el vicio, busqué drogas que pudieran saciarme. Equivocadamente cursé dos licenciaturas, que saciaron mi intelecto, sin satisfacer mi ánimo y que consumieron tiempo, energía y dinero. El vacío sobrevino. Posterior a una bacanal el cuerpo queda fatigado. Exhausta concluí dos carreras cursadas de manera simultánea. Prometí jamás volver a las aulas como estudiante. Con repulsión miraba los libros y cuadernos que me acompañaron esos años. Objetos inútiles que me recordaban las decisiones equivocadas, producto del nulo autoconocimiento. Mis títulos constituían bastones para mantenerme erguida. Esos conocimientos me sostenían dignamente. Después descubrí que son el andamiaje para construir un edificio. El autoconocimiento ha sido la inversión educativa que me ha permitido cosechar frutos dulces y jugosos. Mis raíces son ese conjunto de datos, información y experiencias que se extienden en el subsuelo. No me anclan, me expanden. Dejamos de aprender en el momento que morimos. Morimos cuando negamos el aprendizaje como capacidad inherente al ser humano a lo largo de su existencia. El aprendizaje es una actividad neuronal. Mueren una cantidad de neuronas conforme pasan los años. Las que sobreviven crean redes complejas, intricadas y eficientes. Aprendemos de manera natural. Aprendo a vivir, a ser y a estar en paz. No lo hago de forma natural, lo asumo como una disciplina.

Ana Verónica Torres Licon



El llamado

Mi atracción por las escuelas inicia en mis primeros recuerdos. Una escuela primaria cercana a mi hogar era un sitio que ejercía una especia de magnetismo. ¿Cómo era posible que una caravana de niños diariamente se dirigía a ese recinto? En un principio, mi madre pensó que la atracción a la escuela era una imitación a los hábitos de mis hermanos o la búsqueda de la compañía infantil. No era así. Los lunes un con fervor religioso solicitaba me llevarán a presenciar los honores a la bandera. Una especie de encantamiento surtía efecto cuando se cantaba a coro el himno nacional. Como si escuchara la flauta de Hamelín, mis pies se dirigían a ese lugar en donde ocurría ese mágico encuentro. Mi paso por el Jardín de Niños no fue memorable. Ocurrió que la decepción sobrevino cuando se me asignaron actividades manuales de boleo, pegar sopitas y colorear de manera rutinaria, poco estimulantes y que cabe mencionar no logré desarrollar durante el curso de manera satisfactoria. Incluso la maestra sugirió a mi madre que recursara el año, pues carecía de la madurez cognitiva necesaria para iniciar con un proceso de lecto-escritura. Mostrándole los dibujos en los cuales al colorear me salía de los márgenes establecidos y pintaba perros amarillos, además de árboles rosas. Mi madre hizo caso omiso a la recomendación, en virtud de que yo sabía leer y escribir desde meses atrás. Me inscribió a la primaria sin demora, ni duda respecto a mi capacidad mental, pero conociendo mi deficiente habilidad para los trabajos manuales. Mi primer día de escuela, de escuela de verdad, acudí a la primaria con una mochila nueva. Hecho documentado por mis hermanos que capturaron mi imagen con una emblemática Kodak, fotografía que obra en el archivo familiar. Esta evidencia es el inicio de mi vida escolar: Ana la eterna estudiante. Recuerdo la fecha con exactitud día 3 de septiembre de 1988, ya que mi madre tuvo la precaución de anotarla al reverso de la fotografía. Este inmenso amor que le tengo a la escuela, me ha llevado a buscar continuamente lugares en donde me sea posible aprender. Por eso decidí ser maestra. Lo cual implica estar en constante capacitación. Mi deseo de conocimiento se ha manifestado con avidez. Un vicio, debo reconocerlo. Mi cerebro genera ciertas sustancias cuando aprendo. Se presenta una saciedad que me permite conciliar el sueño con una sensación placentera al recargar mi cabeza en la almohada. La masa encefálica descansa en una plenitud temporal, hasta la mañana siguiente.

El Aprendizaje.

Sin duda el reto ha sido aprender a aprender. Buscar las formas de acercarme a los intereses que me han apasionado a lo largo de la vida. Desde comprar libros de hágalo usted mismo, para bordar en tela y tejer con crochet, actividades en las cuales obtuve un mediano éxito; hasta cursar una maestría en línea en el año 2010, cuando los medios digitales no eran tan accesibles y amigables con el usuario, como lo son en estos días aciagos. Arrastrada por el vicio, busqué drogas que pudieran saciarme. Equivocadamente cursé dos licenciaturas, que saciaron mi intelecto, sin satisfacer mi ánimo y que consumieron tiempo, energía y dinero. El vacío sobrevino. Posterior a una bacanal el cuerpo queda fatigado. Exhausta concluí dos carreras cursadas de manera simultánea. Prometí jamás volver a las aulas como estudiante. Con repulsión miraba los libros y cuadernos que me acompañaron esos años. Objetos inútiles que me recordaban las decisiones equivocadas, producto del nulo autoconocimiento. Mis títulos constituían bastones para mantenerme erguida. Esos conocimientos me sostenían dignamente. Después descubrí que son el andamiaje para construir un edificio. El autoconocimiento ha sido la inversión educativa que me ha permitido cosechar frutos dulces y jugosos. Mis raíces son ese conjunto de datos, información y experiencias que se extienden en el subsuelo. No me anclan, me expanden. Dejamos de aprender en el momento que morimos. Morimos cuando negamos el aprendizaje como capacidad inherente al ser humano a lo largo de su existencia. El aprendizaje es una actividad neuronal. Mueren una cantidad de neuronas conforme pasan los años. Las que sobreviven crean redes complejas, intricadas y eficientes. Aprendemos de manera natural. Aprendo a vivir, a ser y a estar en paz. No lo hago de forma natural, lo asumo como una disciplina.

Ana Verónica Torres Licon