/ miércoles 1 de julio de 2020

La virtualidad

El cuerpo escoge sus espacios,

el pensamiento elige sus objetos,

la razón calcula la materia y la imaginación

recrea todo eso que la mantiene.

Francisco León González

Miro alrededor. He pasado los últimos tres meses sentada en el mismo lugar. Un escritorio improvisado en el comedor de la casa de mi padre. Invadí el espacio común, me apropié de una silla de un sitio que me mantiene enraizada. La silla de color negro, con estructura tubular y asiento de piel sintética tienen un efecto magnético. Me llaman por mi nombre. No puedo eludir la invitación, es mandatorio y apremiante, enraizarme a ese sitio. Frente a mi un revoltijo de libros, papeles reciclados, lápices y plumas, un caótico conjunto de elementos físicos. Ese caos se reproduce frente a mis ojos. La pantalla de mi computadora portátil, empañada por el polvo es la manifestación del desorden mental que me aqueja.

Frente a mí se despliegan hasta doce ventanas, las abro a placer y por capricho, no las cierro, hasta que una inminente falla en el sistema impide el procesamiento y me veo obligada a reiniciarla. Oprimo tres teclas para forzar un reinicio que me es doloroso. El artefacto puede volver a su funcionamiento normal después de unos instantes. Yo, en cambio saturada visualmente de imágenes que parpadean, íconos danzantes y mensajes emergentes, padezco una intoxicación

Me asomo a un mundo virtual: intangible y frío. Observo las arenas del Sahara en un documental de Youtube y percibo una sequedad en mis labios. Aparece un anuncio publicitario con promociones a Cancún y me desdoblo. Imagino que el ruido de las olas me adormece, cierro los ojos. Al abrirlos veo el lavatrastos repleto de vasos y cacerolas, están ahí junto a mí. Me incorporo, enjuago mi cara. Mientras con una esponja jabonosa deslizo la suciedad, veo el grifo del agua fluyendo. Hipnotizada miro la espuma que se diluye, y vuelvo a Cancún. Jamás he estado ahí. Mi referente son las imágenes que percibí. Termino y vuelvo a mi silla. Tomo los auriculares color blanco, son una especie de cordón umbilical que me permite mantenerme unida a las aulas por las que transito. Me separo del mundo y me uno a una clase. Mientras el zumbido del refrigerador se hace imperceptible y el aviso de que el microondas ha concluido su proceso se mezcla con las voces de saludo de mis alumnos.

En una especie de transfiguración, habito un par de horas su casa. La licuadora es el soundtrack de la preparación del desayuno. Mi cuerpo se revela ante la multiplicidad de ruidos que percibo en los hogares. Enmudezco a la audiencia. Se molestan porque no pueden opinar. Luego habilito el micrófono y callan. Las contradicciones son evidentes. Una molestia se aloja en mis intestinos. Un yugo invisible pesa sobe mi nuca.

Esto me sobrepasa y termino extenuada. Ese aparato se convierte en un universo paralelo. Sherry Turkle, en su libro “La vida en la Pantalla” menciona:

El ordenador nos lleva más allá del mundo de los sueños y las bestias porque nos posibilita contemplar la vida mental que existe apartada de nuestros cuerpos. Nos posibilita contemplar los sueños que no tienen las bestias. El ordenador es un objeto evocador que provoca la renegociación de nuestras fronteras.

Tomaré en cuenta hasta donde se expanden nuestras fronteras y donde se limita nuestra corporalidad.

El cuerpo escoge sus espacios,

el pensamiento elige sus objetos,

la razón calcula la materia y la imaginación

recrea todo eso que la mantiene.

Francisco León González

Miro alrededor. He pasado los últimos tres meses sentada en el mismo lugar. Un escritorio improvisado en el comedor de la casa de mi padre. Invadí el espacio común, me apropié de una silla de un sitio que me mantiene enraizada. La silla de color negro, con estructura tubular y asiento de piel sintética tienen un efecto magnético. Me llaman por mi nombre. No puedo eludir la invitación, es mandatorio y apremiante, enraizarme a ese sitio. Frente a mi un revoltijo de libros, papeles reciclados, lápices y plumas, un caótico conjunto de elementos físicos. Ese caos se reproduce frente a mis ojos. La pantalla de mi computadora portátil, empañada por el polvo es la manifestación del desorden mental que me aqueja.

Frente a mí se despliegan hasta doce ventanas, las abro a placer y por capricho, no las cierro, hasta que una inminente falla en el sistema impide el procesamiento y me veo obligada a reiniciarla. Oprimo tres teclas para forzar un reinicio que me es doloroso. El artefacto puede volver a su funcionamiento normal después de unos instantes. Yo, en cambio saturada visualmente de imágenes que parpadean, íconos danzantes y mensajes emergentes, padezco una intoxicación

Me asomo a un mundo virtual: intangible y frío. Observo las arenas del Sahara en un documental de Youtube y percibo una sequedad en mis labios. Aparece un anuncio publicitario con promociones a Cancún y me desdoblo. Imagino que el ruido de las olas me adormece, cierro los ojos. Al abrirlos veo el lavatrastos repleto de vasos y cacerolas, están ahí junto a mí. Me incorporo, enjuago mi cara. Mientras con una esponja jabonosa deslizo la suciedad, veo el grifo del agua fluyendo. Hipnotizada miro la espuma que se diluye, y vuelvo a Cancún. Jamás he estado ahí. Mi referente son las imágenes que percibí. Termino y vuelvo a mi silla. Tomo los auriculares color blanco, son una especie de cordón umbilical que me permite mantenerme unida a las aulas por las que transito. Me separo del mundo y me uno a una clase. Mientras el zumbido del refrigerador se hace imperceptible y el aviso de que el microondas ha concluido su proceso se mezcla con las voces de saludo de mis alumnos.

En una especie de transfiguración, habito un par de horas su casa. La licuadora es el soundtrack de la preparación del desayuno. Mi cuerpo se revela ante la multiplicidad de ruidos que percibo en los hogares. Enmudezco a la audiencia. Se molestan porque no pueden opinar. Luego habilito el micrófono y callan. Las contradicciones son evidentes. Una molestia se aloja en mis intestinos. Un yugo invisible pesa sobe mi nuca.

Esto me sobrepasa y termino extenuada. Ese aparato se convierte en un universo paralelo. Sherry Turkle, en su libro “La vida en la Pantalla” menciona:

El ordenador nos lleva más allá del mundo de los sueños y las bestias porque nos posibilita contemplar la vida mental que existe apartada de nuestros cuerpos. Nos posibilita contemplar los sueños que no tienen las bestias. El ordenador es un objeto evocador que provoca la renegociación de nuestras fronteras.

Tomaré en cuenta hasta donde se expanden nuestras fronteras y donde se limita nuestra corporalidad.