La esperanza es un bien común de todos los hombres. Reside en los sueños y en la imaginación; se apoya en la fe y en el coraje para alcanzar nuestro ideal.
La esperanza es desear que algo suceda, sólo que siguiendo el camino que debemos de seguir, y este es el de aprender a esperar. Esta espera es el reto a vencer, ineludiblemente la debemos de cumplir puesto que engendra fortaleza, pureza y cambio.
Dios nos pide amor y fe, creer para así poder después ver. No hay que desesperar, él sabe en qué tiempo nos entregará cada cosa que le pedimos. El ser humano necesita dejarse guiar por él para así poder luego triunfar. Ahora bien, recordemos que si el camino es difícil es porque vamos en la correcta dirección, así irá saliendo todo a la perfección.
Hay que tener en cuenta que el enemigo actuará sutil y poderosamente en ese esperar y, tal vez, seamos señalados de soñadores o ingenuos; sin embargo hay que recordar que quien inculca los sueños y patrocina la esperanza, así como el que nos da el coraje para lograrlo, es precisamente el gran Señor quien misteriosamente actúa en nuestro existir.
Observemos a uno de los grandes hombres del pueblo de Dios, al salmista de todos los tiempos y tal vez uno de los mayores hombres de fe en la historia de la humanidad: al rey David; su fe traspasaba las montañas y realidades; siempre soñó porque siempre confió, sabía que lo humanamente imposible, era plenamente posible en compañía de Dios.
Mantengamos la esperanza y observemos bien lo que las Sagradas Escrituras establecen al respecto, diciendo que: “La esperanza a nadie defrauda”. Ésta concepción posee tan espléndida belleza que hasta nombre de mujer se le adaptó. Además, es un camino de perfección; con ella, conquistaremos nuestras metas, por más tardadas que así tengan que ser.