/ sábado 1 de enero de 2022

Entre voces | Bendición y mal dicción

Al iniciar el año deseo a todos y pido a Dios por todos nuestros lectores la bendición de Dios. Así como Moisés recibió la orden que Aarón y sus hijos bendijeran al pueblo con estas palabras: “Así bendecirán a los israelitas. Ustedes les dirán: ‘Que el Señor te bendiga y te proteja, que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te otorgue su gracia; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz”. Que ellos invoquen mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré’” (Números 6, 22-27); quiero iniciar este nuevo año con mis mejores deseos para todos ustedes, amables lectores. Nos cuesta tan poco decir-bien, ben-decir, que si lo ejercitáramos más a menudo, nuestras relaciones interpersonales serían mejores.

Entre las cosas que más me disgustan en lo que llevo de docente es tener que leer trabajos de mis alumnos con horrores ortográficos, y pero, cuando me dicen que ¡no importa tanto! Que al final de cuentas se oye igual. Seguramente la diferencia entre fonema y grafía, sería para ellos un par de primas de un episodio de una serie en Internet. Me ha llamado la atención el susto que provoca el pedir a los niños menores de diez años leer en voz alta algún texto. No se sienten orgullosos de entrar en la inmensa aventura de la lectura y descubrir lo que esos signos esconden al unirse como notas en una bella sinfonía. El miedo sigue, y no solo de niños, más de un adulto prefiere películas dobladas que leer los subtítulos y otras tantas situaciones que dan paso a la mal dicción.

En varias ocasiones le he pedido a los adolescentes que lean un texto de la Biblia o un fragmento de algún documento papal, y entiendo que a veces se topen con palabras complicadas y poco usadas, pero en general he visto que los valientes atrevidos leen al estilo “anonimus”, es decir, que reproducen el sonido de las letras, pero sin ninguna entonación, melodía, y lo peor, acabada tal reproducción, les pregunto qué entendieron de lo que han leído, y sufren para compartir alguna comprensión. Es un gran reto para los pedagogos ayudar a una cultura que todo lo busca en Google, y no hace falta la memoria, y la retención de atención, como comprensión parecen ser más difíciles.

Otro ejemplo de mal dicción son las ‘malas palabras’. Después de una cena estos días, una persona decía a un niño de seis años: “las palabras no son buenas, ni malas, son solo palabras…”. La escritora Dolores Solar-Espiauba escribió un artículo a finales del siglo pasado analizando si había una didáctica de las malas palabras, y una de las cosas que hacía notar era que los jóvenes son los que promueven esos insultos y formas de hablar, que parece ya no escandalizarles tales insultos, y empiezan a influir en los mayores (que quieren sentirse jóvenes) y en los niños, de quienes se vuelven referentes como hermanos mayores. Sin entrar en mucho detalle, diré que en mi experiencia oír a un adulto decir “chido”, más que verlo joven, denota falta de cultura. A un niño decir albures, me causa tristeza, pues las acaba de aprender y no sabe muchas veces el significado o el doble sentido de cada palabra; pienso que nuestro castellano es tan hermoso, que hablar mal, leer mal, escribir mal, son síntomas de una sociedad enferma y que quiero superarse poco. Les deseo para este año nuevo hablar mejor que será siempre una bendición y ninguna mal dicción.

Pbro. Lic. Leonel Larios Medina | Sacerdote católico y licenciado en Comunicación Social.

Al iniciar el año deseo a todos y pido a Dios por todos nuestros lectores la bendición de Dios. Así como Moisés recibió la orden que Aarón y sus hijos bendijeran al pueblo con estas palabras: “Así bendecirán a los israelitas. Ustedes les dirán: ‘Que el Señor te bendiga y te proteja, que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te otorgue su gracia; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz”. Que ellos invoquen mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré’” (Números 6, 22-27); quiero iniciar este nuevo año con mis mejores deseos para todos ustedes, amables lectores. Nos cuesta tan poco decir-bien, ben-decir, que si lo ejercitáramos más a menudo, nuestras relaciones interpersonales serían mejores.

Entre las cosas que más me disgustan en lo que llevo de docente es tener que leer trabajos de mis alumnos con horrores ortográficos, y pero, cuando me dicen que ¡no importa tanto! Que al final de cuentas se oye igual. Seguramente la diferencia entre fonema y grafía, sería para ellos un par de primas de un episodio de una serie en Internet. Me ha llamado la atención el susto que provoca el pedir a los niños menores de diez años leer en voz alta algún texto. No se sienten orgullosos de entrar en la inmensa aventura de la lectura y descubrir lo que esos signos esconden al unirse como notas en una bella sinfonía. El miedo sigue, y no solo de niños, más de un adulto prefiere películas dobladas que leer los subtítulos y otras tantas situaciones que dan paso a la mal dicción.

En varias ocasiones le he pedido a los adolescentes que lean un texto de la Biblia o un fragmento de algún documento papal, y entiendo que a veces se topen con palabras complicadas y poco usadas, pero en general he visto que los valientes atrevidos leen al estilo “anonimus”, es decir, que reproducen el sonido de las letras, pero sin ninguna entonación, melodía, y lo peor, acabada tal reproducción, les pregunto qué entendieron de lo que han leído, y sufren para compartir alguna comprensión. Es un gran reto para los pedagogos ayudar a una cultura que todo lo busca en Google, y no hace falta la memoria, y la retención de atención, como comprensión parecen ser más difíciles.

Otro ejemplo de mal dicción son las ‘malas palabras’. Después de una cena estos días, una persona decía a un niño de seis años: “las palabras no son buenas, ni malas, son solo palabras…”. La escritora Dolores Solar-Espiauba escribió un artículo a finales del siglo pasado analizando si había una didáctica de las malas palabras, y una de las cosas que hacía notar era que los jóvenes son los que promueven esos insultos y formas de hablar, que parece ya no escandalizarles tales insultos, y empiezan a influir en los mayores (que quieren sentirse jóvenes) y en los niños, de quienes se vuelven referentes como hermanos mayores. Sin entrar en mucho detalle, diré que en mi experiencia oír a un adulto decir “chido”, más que verlo joven, denota falta de cultura. A un niño decir albures, me causa tristeza, pues las acaba de aprender y no sabe muchas veces el significado o el doble sentido de cada palabra; pienso que nuestro castellano es tan hermoso, que hablar mal, leer mal, escribir mal, son síntomas de una sociedad enferma y que quiero superarse poco. Les deseo para este año nuevo hablar mejor que será siempre una bendición y ninguna mal dicción.

Pbro. Lic. Leonel Larios Medina | Sacerdote católico y licenciado en Comunicación Social.