/ viernes 30 de octubre de 2020

Degustando la vida | No perdamos la fe y esperanza en estos momentos de incertidumbre.

En pleno siglo XXI, nos enfrentamos a una amenaza casi medieval, una pandemia global, un virus que atraviesa fronteras ajeno a cualquier idea de límite territorial y, sin embargo, se nos impone un aislamiento casi total, en unidades familiares, en los domicilios particulares lo que, siendo necesario, no deja de ser una especie de incongruencia, todo esto nos llena de incertidumbre, nos coloca en una situación incierta y, por eso, más difícil de enfrentar. La crisis generada por el COVID19 nos obliga a afrontar en primer lugar y, sobre todo, una crisis de bienes primarios, esenciales, la vida misma. En esta crisis, la salud es lo primero, porque es una condición necesaria para cualquier otra, porque abre las posibilidades a todo lo demás. Por eso, ahora, lo que toca a cada uno de nosotros es dejar trabajar a los profesionales, seguir las demandas de los que mandan en este momento y ya llegará el momento de pedir cuentas por lo que nos ha llevado a esta situación y de lo que se ha hecho para sacarnos de ella. Esto no quita para que, mientras esto acaba, podamos analizar situaciones que se nos dan ahora mismo, podríamos decir que nos trata a todos por igual, nos pone igualmente en riesgo de enfermar, de perder a alguien cercano. El virus demuestra que la comunidad es igualmente frágil, y los más frágiles entre todos, los que con más facilidad van a sufrir las peores consecuencias (los ancianos y los más enfermos), por otro lado, la desigualdad social y económica, como no puede ser de otra forma, asegurará que el virus discrimine. El virus por sí solo no lo hará, pero los humanos seguramente lo estamos haciendo, lo más probable es que la infección por COVID-19 se concentre, sea más grave y tenga mayor letalidad entre los más desfavorecidos que, además, tendrán menos acceso a diagnósticos y tratamientos oportunos y de calidad, aunque el tratamiento para la infección sea hoy por hoy muy limitado, en general, no nos gustan las despedidas. Las connotaciones que la palabra despierta en nuestro interior suele ser negativas: alejamiento, separación, adiós, renuncia, final. La connotación triste se ve dulcificada cuando se acompaña de la esperanza del retorno; esa fecha de reencuentro ya marcada en el calendario, o la confianza de que la habrá, es lo que inmediatamente después del último abrazo, el último beso, o la última visión del vehículo que se aleja, nos empezará a proporcionar consuelo.

Eso sin contar los múltiples medios que la tecnología actual nos regala para mantener el contacto virtual con aquel familiar o amigo al que tardaremos un tiempo en volver a abrazar. Pero que no evitan la congoja de la partida o las lágrimas en los aeropuertos. Y de hecho hay quien las evita por sistema para ahorrarse el doloroso trance, claro que todo se complica cuando la despedida de un ser querido es definitiva y para siempre. En mi opinión, en estos casos hay algo peor: no poder despedirse. Porque el peso de lo que ha quedado por decir, del amor que ha quedado por expresar, puede ser tan abrumador e insoportable para el que se queda como la misma pérdida del que se ha ido para siempre.

Hay veces en que una muerte súbita no esperada impone ese dolor suplementario al ya natural de la pérdida. Al margen de todo lo que uno se cuestiona sobre el “por qué”.


En pleno siglo XXI, nos enfrentamos a una amenaza casi medieval, una pandemia global, un virus que atraviesa fronteras ajeno a cualquier idea de límite territorial y, sin embargo, se nos impone un aislamiento casi total, en unidades familiares, en los domicilios particulares lo que, siendo necesario, no deja de ser una especie de incongruencia, todo esto nos llena de incertidumbre, nos coloca en una situación incierta y, por eso, más difícil de enfrentar. La crisis generada por el COVID19 nos obliga a afrontar en primer lugar y, sobre todo, una crisis de bienes primarios, esenciales, la vida misma. En esta crisis, la salud es lo primero, porque es una condición necesaria para cualquier otra, porque abre las posibilidades a todo lo demás. Por eso, ahora, lo que toca a cada uno de nosotros es dejar trabajar a los profesionales, seguir las demandas de los que mandan en este momento y ya llegará el momento de pedir cuentas por lo que nos ha llevado a esta situación y de lo que se ha hecho para sacarnos de ella. Esto no quita para que, mientras esto acaba, podamos analizar situaciones que se nos dan ahora mismo, podríamos decir que nos trata a todos por igual, nos pone igualmente en riesgo de enfermar, de perder a alguien cercano. El virus demuestra que la comunidad es igualmente frágil, y los más frágiles entre todos, los que con más facilidad van a sufrir las peores consecuencias (los ancianos y los más enfermos), por otro lado, la desigualdad social y económica, como no puede ser de otra forma, asegurará que el virus discrimine. El virus por sí solo no lo hará, pero los humanos seguramente lo estamos haciendo, lo más probable es que la infección por COVID-19 se concentre, sea más grave y tenga mayor letalidad entre los más desfavorecidos que, además, tendrán menos acceso a diagnósticos y tratamientos oportunos y de calidad, aunque el tratamiento para la infección sea hoy por hoy muy limitado, en general, no nos gustan las despedidas. Las connotaciones que la palabra despierta en nuestro interior suele ser negativas: alejamiento, separación, adiós, renuncia, final. La connotación triste se ve dulcificada cuando se acompaña de la esperanza del retorno; esa fecha de reencuentro ya marcada en el calendario, o la confianza de que la habrá, es lo que inmediatamente después del último abrazo, el último beso, o la última visión del vehículo que se aleja, nos empezará a proporcionar consuelo.

Eso sin contar los múltiples medios que la tecnología actual nos regala para mantener el contacto virtual con aquel familiar o amigo al que tardaremos un tiempo en volver a abrazar. Pero que no evitan la congoja de la partida o las lágrimas en los aeropuertos. Y de hecho hay quien las evita por sistema para ahorrarse el doloroso trance, claro que todo se complica cuando la despedida de un ser querido es definitiva y para siempre. En mi opinión, en estos casos hay algo peor: no poder despedirse. Porque el peso de lo que ha quedado por decir, del amor que ha quedado por expresar, puede ser tan abrumador e insoportable para el que se queda como la misma pérdida del que se ha ido para siempre.

Hay veces en que una muerte súbita no esperada impone ese dolor suplementario al ya natural de la pérdida. Al margen de todo lo que uno se cuestiona sobre el “por qué”.